Nuestras lágrimas están formadas (supongo que aproximadamente) por agua, cloruro sódico, nitrógeno residual y proteínas.

Eso dice la química, para la cual no hay secretos…, químicos en este caso. Que así sea me alegra y, al mismo tiempo, me produce una cierta desazón. Entiendo por qué a veces mis lágrimas escuecen más que otras: exceso de sal. Pero no me agrada esa pretensión, más o menos velada, de reducirlo todo (incluido el amor) a una cuestión química.

En los verbos de vida, ¡qué pronto hemos de conjugar el que hoy nos ocupa! El recién nacido parece que no nace de verdad hasta que el primer llanto no despierta sus pulmones. El parto y el nacimiento vienen a ser como una parábola de la vida, en la que todo está condensado y, en cierto modo, anticipado. La alegría y el sufrimiento conviven y, además, no están bien repartidos; la puerta de acceso a la vida, la auténtica, suele ser estrecha, y vamos de aprieto en aprieto, siempre en salida, hacia nuevas anchuras, cuando las hay. Aquellas primeras lágrimas que regaron la vida en su comienzo abrieron el cauce de un curso que sigue y sigue.

En ellas estaban en embrión todos los colores y sabores, matices y acentos que, obviamente, son muchos y muy variados; tanto, que ahí la química se pierde, se llora de alegría y de tristeza por una pérdida irreparable y por un reencuentro gozoso… En nuestra cultura occidental este verbo no suele tener buena prensa. Circula siempre con el freno puesto. Quien llora, se dice, ha perdido el control. La compostura, los buenos modos, los cánones sociales y una cierta imagen del hombre/mujer (más irracional que ideal) lo recluyen cada vez más. Ya no hay sitio para llorar. Es un verbo escondido detrás de unas gafas ahumadas.

La vida, para serlo y serlo en plenitud, necesita aliados que la acompañen en el arte difícil de conjugar. Sí, lamentablemente también hay lágrimas que encabezan el triste cortejo de la muerte. Pero, más lamentable es aún, si cabe, haber perdido la capacidad de llorar, que se haya secado esa fuente de vida, que el sufrimiento acumulado y no compartido deje sin voz (muerte anticipada) a quien sufre.

Las lágrimas están ahí para acompañar y, de alguna manera, darle voz, sentimiento, emoción y respuesta a la vida. También, cuando se llora solo desde dentro, en silencio y a escondidas, este verbo, que reúne en sí todos los colores del arco iris, es un grito de vida. Unas veces sabe a denuncia que, acaso, nunca deberíamos acallar. Otras, a aldabonazo a las puertas de nuestra conciencia. Otras veces, en cambio, es el lenguaje estupendo del amor que se desborda en alegría, que coparte sufrimiento o que se duele de la larga ausencia. Y, casi siempre, es respiradero del alma, desahogo de tensión, ansia incontenible, espera defraudada o esperanza de paso incierto, lento y doloroso… ¡Ay, si las lágrimas supieran escribir! Tal vez por eso no sabemos entender y atender sus mensajes. ¡Cuántas veces habrá tratado usted de leer en los ojos llorosos de un niño con el vientre hinchado por el hambre! Esas lágrimas, que seguramente pronto se agotarán, también son aliadas de su vida si las sabemos enjugar. Pero, de momento, son amargas, no precisamente por exceso de sal, y hoy por hoy, además, suelen ser negras.

El coronavirus ha vuelto a llenar de lágrimas nuestros ojos. Benditas lágrimas si nos sirven para mejorar.