Chefs en tiempos indigestos

Los restaurantes son lugares de conexión, comunidad y emoción social imprescindibles. Hoy se ven oscurecidos y hasta apagados por la sombra alargada de la pandemia. Por razones que obligan a ello, hay un retorno a la comida eficiente y sencilla en ollas que requieren menos esfuerzo y desembolso, también a pensar menos en lo que uno come, igual que si se tratara de un simple trámite. Por contra aunque en menor medida, existen chefs caseros que buscan invertir tiempo en sus habilidades culinarias y experimentar alguna que otra técnica en la cocina doméstica.

Esta no es una crisis como otras, los riesgos del contagio han comprimido durante un año a la restauración hasta el punto de dejarla exangüe. No se libra nadie y los efectos que ya hace tiempo se notan se reproducirán en una merma considerable de la oferta de aquí a un tiempo. Esta vez no son solo los clientes los que sufren con los bolsillos en precariedad, también se ven afectados los establecimientos de comida que con la venta a domicilio para resistir no han hecho más que socavar su prestigio en muchos casos. La creación culinaria no está hecha para transportar y servir en las casas, pidiéndole al comensal que acierte a culminarla antes de ponerse a comer.

Los chefs de los restaurantes que permanecen cerrados se enfrentarán cuando vuelvan a abrir a la terrible disyuntiva de revisar los menús y las cartas con la tentación de reducir la oferta del producto para poder salir de la quiebra. ¿Se ajusta el precio de las comida a la crisis? Puede ser el momento de recortar y eliminar la mercancía más costosa, mariscos, pescados o cortes de carne de primera calidad, y ofrecer otros artículos con un presupuesto limitado. Pero ello no deja de comportar un riesgo; no todo el mundo se gasta el dinero en una comida fuera de casa para que le den lo mismo que se ha visto obligado a cocinar en ella durante los largos meses del encierro.

Aunque alguien pueda pensar lo contrario, la demanda de alimentos está cayendo. Se debe al hundimiento del sector de la hostelería, los restaurantes y el turismo. Para compensar y hasta cierto punto, esa demanda aumenta en los supermercados. Pero, en términos generales es menor, sobremanera la que atañe a los productos de mayor calidad y más caros. Las pescaderías ofrecen los pescados que los restaurantes no compran a mayor precio a sus clientes habituales. En cambio, el colapso de los costes en las rulas no es un secreto. Un efecto desconocido de la recesión por el coronavirus es que las medidas de la cuarentena afectan también al suministro de alimentos. Por ejemplo, si las explotaciones agrícolas no pueden emplear a personas para que recolecten, ello hará que los precios suban. Olvidarse del gran producto no solo supone un empobrecimiento gastronómico es, además, la ruina para muchos sectores que habían crecido al mismo tiempo que el consumo de calidad.

Distinto es que nos estrujemos la mollera para dar con los ingredientes con que cocinar de forma apetitosa, barata y saludable en las casas. Existen muchos de ellos olvidados o menospreciados que deberían adquirir a partir de ahora otra dimensión. Me refiero a carnes consideradas inferiores, como es el caso del conejo, que aportan una enorme versatilidad.

Recuerdo las bandejas de corazones a un euro, que salteados en una sartén con unos humildes champiñones y la reducción de una salsa de carne dan para hacer un plato perfecto. Otro ejemplo, los higadillos de ave de una terrina que, esforzándose culinariamente, no cuesta más de diez euros y de la que comen unos cuantos. No tengo falta de recordar los potajes de verduras y legumbres, el aprovechamiento de las sobras, etcétera. Saliéndose de lo clásico y valiéndose de cierta técnica, el mismo escandallo que los restaurantes de alta cocina emplean para minimizar el producto debido al coste de la elaboración también podría servir de ejemplo a los cocineros domésticos más avezados o despiertos. La imaginación supone ahorro.

En último caso, una vez cubiertas las primeras necesidades, la comida no dejará de ser la ilusión de los últimos tiempos. Es algo que forma parte de esa nueva estrategia comercial de las sociedades llamadas opulentas de atraer hacia los placeres de la mesa a muchos aficionados potenciales que no cuentan con recursos económicos suficientes pero sí culturales. El gran producto, por lo general, está fuera de sus límites pero existe, en cambio, la posibilidad de acceder a él a través de sucedáneos low cost o de un simple espejismo mediático. De ese modo se puede distinguir al ‘foodie’ de su predecesor espiritual: el gourmand. Muchos ‘foodies’ económicamente resueltos no parecen tan distintos si se les compara con la vieja tipología del aficionado a comer, pero sí hay otros en los que la posibilidad de acceder a ciertas cosas la basan en el conocimiento extendido de la cocina como moda.

Dwight Furrow, autor de American Foodie: Taste, Art and The Cultural Revolution, un libro enfocado a explorar lo que pensamos sobre la comida, se percató de una diferencia clave entre la afiliación sociológica del viejo y del nuevo concepto. Gourmand sugiere una clase acomodada con dinero para perseverar en la afición, pero los aficionados con los que uno se encuentra muchas veces son personas que simplemente están interesadas en la comida.

Tampoco lo tendrán fácil en la nueva era gastronómica del coronavirus.