Nadie es profeta en mi tierra es el título de una magnífica pieza de arte conceptual de Fito Conesa, un gran artista que abandonó su Cartagena natal para irse a trabajar y a vivir a Barcelona, desde donde está empezando a triunfar en Madrid y otras ciudades europeas. Esta obra forma parte de la exposición que hoy inauguramos en el Palacio Consistorial de Cartagena con motivo del Bicentenario de Isidoro Máiquez, ‘el actor maldito’ como escribió su biógrafo Manuel Ponce. Es una buena noticia que hoy se abra esta muestra de arte interdisciplinar, máxime cuando en ella participan medio centenar de creadores de la nuestra y de otras regiones. Es casi una bendición que este proyecto, además, rinda merecido homenaje al gran Isidoro Máiquez, cartagenero de nacimiento y gran renovador del teatro moderno, que tras viajar por Europa y conocer la obra del gran François Joseph Talma, en París, volvió a Madrid, donde triunfó como nadie en su época y alcanzó la gloria con la representación de Otelo de Shakesperare y el fervor del público a partir de entonces.

Como todos los grandes artistas, Máiquez emprendió un camino difícil, de búsqueda constante, nada autocomplaciente, ni cortoplacista. Quienes se lanzan a esta búsqueda constante pueden triunfar o fracasar, pero a menudo se ganan la incomprensión, envidia y enemistad de muchos, pero ello no le frenó su determinación por hacer del teatro y la cultura algo vivo y actual y con mucho que decir y hacer pensar y sentir. En la línea de su maestro Talma, desechó el teatro hueco y la declamación afectadada que se llevaban en la época. De su tierra cartagenera salió con 20 años, para nunca volver a una patria que se le quedaba pequeña y que no comprendió su espíritu innovador, ni su interpretación naturalista, como la vida misma, sin abrirse a su portento para hacer sentir emociones diversas al público, más allá del mero asombro ante la voz portentosa de los declamadores al uso, que lo mismo recitaban una escena de dolor que una de triunfo del protagonista.

No se podría entender el arte contemporáneo sin la figura de Pablo Picasso. Y no se podría entender el teatro actual sin un Máiquez, al que le debemos mucho más de lo que nos podríamos imaginar: desde la numeración de las butacas, los carteles que anuncian las obras de teatro, el silencio y la prohibición de comer y de vender productos entre el público, la dignificación del trabajo y del sueldo de los actores, incluso la preocupación por su jubilación. Tal es así que en tiempos de la II República Española se ultimó un proyecto, que la guerra incivil paralizó, para construir una casa donde pudieran vivir dignamente atendidos y cuidados los actores retirados por edad o enfermedad; esa casa se iba a llamar Isidoro Máiquez.

Hay una vieja reflexión que ha hecho correr muchos ríos de tinta sobre si el Arte debe ser comprometido con su tiempo o debe ser ‘el arte por el arte’, trascendiendo las vicisitudes de la sociedad de la época que le toca vivir. A mí me aburren soberanamente los enfrentamientos entre los defensores del arte comprometido y sus detractores. Más bien yo voy descubriendo que el arte no se lleva bien con las camisas de fuerza, ni con las imposiciones del poder, ni con el pesebre, ni con los convencionalismos, ni con las modas… Si algo define al Arte con mayúsculas es la libertad, que muchas veces puede ser una senda solitaria y agridulce, incluso dolorosa. No siempre todo lo que triunfa es bueno, como bien sabemos, ni tampoco lo contrario, tampoco lo minoritario es prueba de calidad. Por eso, los que perduran son quienes han realizado ese recorrido personal, aún en soledad, pero por un camino propio y auténtico que aún hoy puede servir de modelo a otros. Y claro está, seguir en la línea de un creador, de un maestro, no es imitar sus obras, sino aprender de su caminar libre, que probablemente te llevará a lugares distintos.

Máiquez, como Miguel de Cervantes, pese a su éxito final y a tener grandes amigos como Godoy o el mismísimo Goya (que le realizó un histórico retrato que aún cuelga hoy día en el Museo del Prado), el arte y su espíritu crítico y abierto a su entorno, le llevó a ser perseguido, desterrado y encarcelado. Muy español, sin duda, eso de que los mejores de nosotros sean incomprendidos en su época, cuando no detenidos, exiliados o fusilados, para, eso sí, luego ponerlos en los libros y decir, como de Jesucristo, «qué buenos que eran», pero estando dispuestos a amordazar a cualquiera que se salga del redil en la actualidad o que haga pensar a la gente con algunas verdades de las que revolucionan al rebaño. García Lorca, Machado, Miguel Hernández, Rosa Chacel, María Zambrano, Isaac Peral, Alberti, Buñuel, el mismo Goya… La lista de artistas, intelectuales y científicos incomprendidos, boicoteados, caídos en desgracia, encarcelados o represaliados por el poder, sería interminable.

El camino de la libertad es duro. No solo en los regímenes dictatoriales, sino en las propias democracias, siempre imperfectas y con grandes presiones de unos poderes fácticos de los que nunca se libran.

Claro que escribir un artículo de opinión, aunque a veces sea como desnudarse en público, en realidad es una prédica demasiado fácil y no seré yo quien se atreva a decirle a los intelectuales, investigadores y artistas de nuestro tiempo que deben alejarse de la comodidad del puesto fijo, la subvención o la cercanía al poder. Tal vez lo que tenemos que hacer es construir una sociedad que permita la libertad de los creadores, los pensadores y todos los que la hacen avanzar, permitiéndoles, incluso, que a veces se equivoquen o que a veces exageren. Hasta los escritos bíblicos, desde hace milenios, nos dicen aquello de «¡ay de la ciudad que hace callar a los profetas».

Rodearse de palmeros es siempre una tentación para el Gobierno de cualquier signo, que prefiere a quienes siempre lo pintan todo muy bonito. Es una tentación el intentar acallar las voces críticas de quienes nos ponen un espejo y nos hacen que veamos lo más sombrío de nosotros mismos, lo que tenemos que mejorar y hasta lo inadmisible. Pero si caemos en esa tentación estaremos perdidos.

Cincuenta y dos obras, de otros tantos artistas, rinden homenaje en Cartagena a un creador que marcó nuevos caminos para el teatro y también para la cultura, el arte y la ciudadanía, con su firmeza frente al absolutismo, los poderosos, el arte hueco, las inercias y las modas. La cultura puede seguir viva y debería ser obligación de todas las administraciones no amarrarla ni ahorcarla, sino darle alas.