Hay momentos en que, por fin, entendemos que hemos de cambiar los vestidos que con tanto agrado llevábamos antes. La prenda pierde su suavidad al tacto, y optamos por apartarla para un arreglo, o para otras labores diferentes, más adecuadas a su progresivo desgaste. Finalmente acabamos sustituyéndola.

Durante mucho tiempo hemos llevado con despreocupación el vestido de demócratas, era el traje para los días de domingo. No le prestábamos mayor atención, como si fuera a durar siempre. Con cierta suficiencia íbamos de acá para allá entre los parientes pobres de nuestra aldea global para exhibir el modelo de nuestra transición. En los banquetes de grandes señores mostrábamos la condición estrenada de joven democracia con las ganas de entrar, como iguales, en la compañía selecta de poderosas naciones. Ejército y Policía ya no eran el tosco bastón de apoyo y defensa de un régimen autoritario, sino la expresión popular de una voluntad democrática, la fuerza legítima de un Estado de derecho.

Hoy existen muestras suficientes de agotamiento, indicios tempranos que deberían alertarnos y hacernos ver que la ropa se ha ajado, o que las suelas de nuestras botas están desgastadas y que es preciso repararlas. La autocomplacencia y la ignorancia deliberada de las desigualdades sociales y de la crisis medioambiental dejaron de ser una política práctica a comienzos de nuestro siglo con la irrupción de la última tormenta económica. La epidemia de Covid y sus funestas consecuencias no han hecho sino poner de manifiesto lo frágil del tejido social, tanto en Europa y el mundo en general, como España en particular.

Las calamidades y los monstruos que encontramos en las encrucijadas que atravesamos no son hijos de la peste, sino de otras plagas que ya existían, las ocasionadas por un sistema económico basado en la explotación y en la desigualdad. Así el descontento aflorará a la menor ocasión. Y aunque nadie justificará la violencia callejera, la destrucción de la propiedad, ni el vandalismo en las calles, de igual manera nadie ignorará que las causas por las que tiemblan los cimientos de la tierra se desarrollan en profundidades telúricas y no pueden ser ignoradas ni atribuidas a procesos simples.

El árbol de la democracia necesita cuidados, no se pueden cerrar los ojos ante los desafíos del futuro. Y si queremos preciarnos de vivir en una sociedad en la que nadie se quede atrás, forzoso será asegurarse que ninguno caiga por el camino.