La Covid-19 nos ha sumido en una inestabilidad sanitaria y económica que ya se ha transformado también, a lo largo de estos once largos meses, en una seria crisis de soledad de nuestros mayores, de ansiedad por los aislamientos obligados, de violencia, como las protestas de ciudadanos cabreados que hemos visto estas semanas en los Países Bajos, y administrativa, por el caos provocado por diecisiete Gobiernos autonómicos tomando decisiones que muchas veces colisionan entre sí y se vuelven confusas. Esta situación sin precedentes es complicada de manejar por cada uno de los que la sufrimos, y por aquellos gobernantes que han de resolverla en un entorno internacional cada vez más incierto y cambiante.

Las cifras de la crisis económica en España son demoledoras: una caída del producto interior bruto (PIB) en 2020 de récord (un 11,1%), una tasa de paro alrededor del 16%, que ha podido contenerse gracias al ‘maquillaje’ de los ERTE; un sector turístico que ha quedado devastado, bajando de 12,4% del PIB a un 4% en ese año, y un horizonte en el que se aprecian las alargadas sombras de una probable y cercana crisis financiera, por la morosidad hipotecaria y la baja rentabilidad de los bancos en sus operaciones ordinarias, junto a una cascada de insolvencia de muchas empresas que no podrán reabrir o mantenerse a flote en unos meses.

Nuestro instinto de supervivencia nos empuja a ser positivos, las vacunas empiezan a hacer su trabajo, aunque con más lentitud de la necesaria, los tratamientos y los mecanismos de detección de la enfermedad mejoran, y el Fondo Monetario Internacional anuncia un crecimiento positivo del PIB español en 2021 de un 5,9% (todavía lejos del 7% presupuestado por el Gobierno). Todos vemos, por fin, una luz al final del túnel, pero es necesario asegurarse de que no se trata de otro coche que viene de frente, y para ello la única receta posible es reactivar la economía mientras dure la pandemia.

¿Cómo se hace? La respuesta es sencilla: el Gobierno debe desarrollar e implementar planes de estímulo que proporcionen ayudas directas a las empresas y los autónomos para evitar futuras insolvencias, y que permitan la condonación de deudas e impuestos en los sectores más afectados, como la cultura, el ocio, el pequeño comercio y el turismo.

¿Y cómo se financia? A través de los fondos europeos, que solo serán efectivos si atajan los problemas estructurales de la economía española, responsables de que haya encabezado el desplome económico de las economías avanzadas. No pondremos más que parches económicos, como siempre, si las reformas exigidas por Europa no van encaminadas, por un lado, a resolver de una vez el problema de las pensiones, de la alta temporalidad indeseada de los contratos de trabajo y de la insostenible tasa de desempleo juvenil y, por el otro, a fomentar la industrialización y la digitalización de la economía con el fin de generar un valor añadido que nos proporcione una clara y distintiva ‘ventaja competitiva’ a nivel país.

Solo de esa forma conseguiremos una sociedad española, más ágil más madura y más eficaz, necesaria para encarar con éxito retos futuros.

Ese ambicioso plan no es gratuito ni se implementa solo. Exige unidad y consenso político, casi imposible cuando no lo hay ni en el seno del Gobierno nacional; demanda capacidad para saber leer las necesidades de la sociedad española que nos va a quedar tras el ‘terremoto’ de la pandemia, más concienciada con la higiene y la seguridad personal, deseosa de una vida más local y de otras formas de movilidad y obligada a compaginar el trabajo presencial y el teletrabajo, y reclama resiliencia ante los cambios geopolíticos que mueven los cimientos del orden político y social en Occidente, destacando las consecuencias de un Brexit desbocado y la incertidumbre ante las medidas proteccionistas que el nuevo Gobierno norteamericano no va a dejar de aplicar.