La diseñadora Carolina Herrera tuvo la ocurrencia de realizar unas declaraciones tajantes sobre la conveniencia para las mujeres de llevar el pelo corto a partir los cuarenta años y las redes se incendiaron… El caso es que hacía mucho tiempo que las mujeres pensaban que ya nadie les daría instrucciones precisas sobre su aspecto físico, sobre cómo tenían o debían de presentarse en sociedad.

El sometimiento del ‘físico’ de las mujeres no es solo cosa antigua, aunque pueda parecerlo, sino algo de lo que todavía hay huellas claras, y que hasta hace muy poco, seguía en vigor.

Durante mucho tiempo existieron unas normas implacables sobre la cabellera femenina, que al igual que aún ocurre en los países islámicos, debía de mantenerse controlada (y en el Islam, oculta) a partir de la pubertad hasta la vejez. Básicamente esas normas, que a veces requerían de la elaboración de peinados difíciles e incómodos, trataban de mostrar el dominio femenino sobre el propio cabello. Es fácil entender eso como un símbolo evidente del necesario control que la mujer debía de ejercer sobre sus instintos, y, por ende, sobre su conducta. Reglas de comportamientos que se transmitían de madres a hijas, y cuyo no cumplimiento, acarreaba rechazo social y expulsión, para ellas y para sus familias. Parece ser que el Islam pide a las mujeres el ocultamiento del pelo para no turbar los instintos de la (siempre fácil de alterar) naturaleza sexual masculina, pero también da a entender que la posible expresión de la ‘naturaleza’ femenina es algo inconcebible, tan innecesaria y reprehensible que ni siquiera se menciona.

Pero si pensamos en el reducido ámbito de ‘movimiento’ que durante mucho tiempo la sociedad concedía a las mujeres, es fácil deducir que con el tratamiento del cabello empezaba un aprendizaje de la mujer, cuyo fin simbólico era la conciencia de su necesaria y total domesticación a las normas en vigor, las de la sociedad patriarcal.

La rebelión hippie de los años sesenta marcó un punto de inflexión, una crisis profunda en la sociedad, ya que por primera vez se creó una separación clara entre lo que era válido para la juventud, como fundamentalmente distinto a la normativa del mundo de los ‘mayores’. Y por lo tanto cambió uno de los meridianos bipolares que estructuraban la sociedad: hasta entonces las diferencias eran de clase social, raza y sexo, pero no de jóvenes contra mayores. Eso se manifestó de muchas formas, por supuesto, y fue una toma de postura cultural y política, sobre la Guerra de Vietnam y muchos otros temas cuyo consenso desapareció.

Pero también se manifestó en los cabellos. Aunque fueron sobre todo los varones jóvenes, los que en su recién conseguida libertad capilar acapararon toda la atención mediática, social, y, por ende, también el abuso, acusados de ‘nenazas’, ‘maricas’ y otras lindezas, ahora ya, felizmente, en desuso. Pero las mujeres también empezaron a lucir melenas, sin peinar, sin domesticar.

Así lo ‘natural’ entró por primera vez como nuevo parámetro estético en la noción de belleza, ejerció su influjo benéfico y también su tiranía. En los años 90 se empezó a dar un nuevo cambio, lo que podríamos llamar la rebelión de los abuelos/as. Los viejos hippies, convertidos a veces en yuppies exitosos, otras todavía en rebeldía, pese a los años, no aceptaron el papel de reverente mueble silencioso que la sociedad les tenía preparado con todo cariño. La vejez también entró en un novedoso y curioso protagonismo, pronto alentado por el mecanismo consumista habitual de crear objetos físicos para expresar y confirmar sentimientos y posicionamientos.

En el mundo femenino de la tercera edad, lo primero que desapareció fue la reverencia por las canas. Muchas mujeres que habían mantenido su pelo (bello o feo, pero ‘natural’) al margen de complicaciones colorísticas demasiado evidentes, se estrenaron en combinaciones de colores dignas de las aves del paraíso: azules, rosas, rojos.

Largo, corto, rizado o liso: las cabelleras de las abuelas se volvieron tan fantasiosas como las de sus nietos y nietas, sino más. Estrenaban un físico distinto y con eso mandaban un mensaje de optimismo y libertad, que quizás no ha sido suficientemente valorado, pero que ha calado hondo en nuestro sentimiento colectivo y al cual ya no vamos a renunciar.