Las mañanas de los sábados a la hora del desayuno hacemos terapia. Nos contamos los sueños, o más bien las pesadillas. Yo tengo el sueño recurrente desde hace mucho tiempo, y que ahora vuelve con más intensidad, de estar atrapado y no poder salir o de huir de alguien que me persigue. Lo que me falta es algo que ya sé que no podré tener. Para mis hijas es diferente. Ellas son jóvenes y sueñan con todo lo que no pueden hacer. Como tantas veces imaginó Kafka, sueñan que no pueden traspasar una puerta que está abierta exclusivamente para ellas. Les angustia los trocitos de vida que el virus les está robando. Se ven separadas de la corriente normal de la vida en el momento en que la vida consiste en abrir puertas y dejarse llevar.

Nadie estaba preparado para esto y no contamos con mucha ayuda. El estrés va por dentro y no nos damos cuenta. Intentamos acostumbrarnos a cosas que parecen nimias pero que van en contra de todo lo que somos, de todo a lo que estamos acostumbrados. Encerrados sin poder salir de la ciudad, con los bares cerrados, separados de las personas que nos necesitan. La conversación deriva hacia temas delicados sobre cómo nos comportamos, cómo somos, cómo podemos ser mejores. Es intenso y agotador. Necesitamos desahogarnos y saltan chispas, todo se saca de quicio porque esta situación nos está trastornando un poco. Es normal. A cambio, es una oportunidad de estar más unidos. Pero la Covid tiene una aliada terrible, la soledad.

A muchos jóvenes la pandemia les está haciendo sentirse más solos. Y si no se les permite reunirse con amigos y además viven con el miedo de poner en riesgo a sus mayores, a la soledad se le une la ansiedad. En los últimos días, varios alumnos me han contado que se sienten perdidos, bloqueados, aislados o deprimidos. Si han sufrido algún revés, su soledad no se curará en una fiesta clandestina ni con una conversación de whatsapp. Saben que solo les puede curar una tarde sentados con un amigo en un banco del parque.

A veces en los sueños no logramos identificar a las personas. Sabemos quiénes son, los tratamos como si los conociéramos, pero luego, cuando intentamos identificarlos, no podemos. Sin embargo, sentimos el consuelo de la compañía y del reconocimiento, como si el corazón supiera algo que no nos dice, o nos lo dice de forma velada, para que lo descubramos por nosotros mismos. 

Todos estamos solos ante esto y no hay más remedio que prestar atención a nuestros sueños y confiar en que, finalmente, se nos permita cruzar el umbral de esa puerta que ahora parece cerrada para descubrir que el banco del parque ya no está vacío.