Era junio de 1983. Yo llegaba a RNE, en Murcia, a estrenarme en la gestión de un medio de comunicación. Una Murcia, como ocurría en toda España, en plena efervescencia política. Los bares ‘progres’ estaban abiertos toda la noche y tomarse una copa ‘arreglando’ Murcia y todo el mundo mundial era lo más normal. Había vida en esos ambientes. En esos, y en todos. Los políticos mostraban ilusión por lo que hacían, creían en lo que hacían, parecían preocuparse por lo que hacían.

Y entre esos políticos, que nos transmitían todo eso, estaba José Molina, economista, consejero de Economía en el Gobierno de Andrés Hernández Ros, y en los últimos años, presidente del Consejo de Transparencia de la Comunidad autónoma.

Lo conocí en uno de esos actos en los que coinciden periodistas y políticos, y hablamos de pie: sabía que yo era de Guadix y me preguntó por alguien de mi pueblo que había estudiado con él. Hablamos lo que se puede hablar en estos actos, pero en mí quedó la sensación de que la economía del Gobierno de Murcia, estaba en buenas manos.

Pasado poco tiempo lo llamé para invitarlo a un programa de ámbito nacional en RNE y aceptó encantado. Vino con tiempo, y tuve la oportunidad de gozar de su charla, de conocerle mejor, de descubrir que estaba delante de un gran hombre que defendía el conocimiento de las leyes por parte de los políticos, porque entendía que sin ese conocimiento no podía existir respeto hacia los ciudadanos. Y sin eso, se corría el peligro de ‘destrucción de los valores’.

Aquella conversación fue muy importante para mí. Yo había vivido parte de la transición democrática haciendo información parlamentaria en Madrid. Había conocido a muchos políticos, de uno y otro signo, todos plenos de entusiasmo por lo que este país estaba viviendo, y en una época en la que los políticos se fiaban de los periodistas, y los periodistas de ellos: había una unión y una comunión de intereses, que el tiempo tornó en desconfianza mutua. Sí, había conocido a muchos políticos, pero a muy pocos que creyeran tanto en el servicio público como él.

Pasaron años hasta que me atreví a decirle lo que aquella charla me había impresionado. No olvidaré su sonrisa y su mirada de sorpresa. Y lo hice la última vez que hablé con él, sin prisas, largamente. Fue en septiembre del 2020. Yo había escrito un artículo, en esta sección, sobre su despedida como presidente del Consejo de la Transparencia, y le había gustado. Me limitada a decir lo que todo el mundo pensaba de él, que era un hombre honesto, pero entre sus muchas cualidades, también tenía la del agradecimiento, y me llamó para mostrarme su gratitud, y para invitarme a tomar un café, sin prisas. Y quedamos, cómo no. Al aire libre, en la plaza de Belluga. Y me di cuenta de que el tiempo no le había cambiado, porque aunque sus ocupaciones fuesen otras, las preocupaciones eran las mismas, aunque con otros matices.

Percibí que su tiempo en el Consejo de la Transparencia de Murcia había sido todo menos fácil, pero estaba orgulloso del resultado de su trabajo, aunque reconocía que, a veces, había tenido que sortear algunos intentos de oscurecimiento, quizás porque la transparencia no es algo que guste a todos los gobernantes. Por eso entendía que era necesario que el sentido de transparencia funcionara a nivel nacional, porque, según sus palabras, era la única manera de que la sociedad creyera en sus gobernantes.

Ya sé que sobre José Molina se ha escrito mucho estos días: dejó en aquellos que le conocieron y trataron los mismos recuerdos de hombre íntegro y honesto que en mí. Pero he sentido la necesidad de escribir sobre él, porque el mundo no está sobrado de personalidades que, con años a la espalda, continúen creyendo que es posible mejorar la sociedad: «Cada uno puede hacer mucho y todos juntos podremos hacer historia».