Son pequeños, pero muy cabrones. Son el único bicho conocido que amenaza la supervivencia de la especie humana, habiendo acabado como hemos acabado con toda amenaza residual en el planeta, sea por extinción, por domesticación o mediante ingeniería genética.

Los virus son tan diminutos que no se pudieron ver hasta que se inventó el microscopios electrónico. Hasta entonces, su existencia era como la del bosón de Higgins. Sabíamos de ellos por sus efectos, a veces devastadores. Eran como las meigas. No los veíamos ni los tocábamos, pero haberlos, los había. No están vivos ni están muertos. Son como zombis, por eso es tan difícil acabar con ellos. No se reproducen por sí mismos, y necesitan de otro organismo vivo para multiplicarse. Entran en él lentamente, pero salen cagando leches, matando al huésped en su carrera de salida. Y, sobre todo, tienen una enorme capacidad para mutar, debido a la endeblez de su estructura genética, que los tiene siempre con un pie aquí y con el otro en el otro barrio. Incluso intercambian material genético cuando dos cepas coinciden en un mismo huésped, en un fenómeno que los especialistas llaman ‘deriva’. Si matan rápido se quedan sin vectores para seguir contagiando y desparecen. Es lo que pasa con el virus del ébola. Si son muy lentos, no les compensa el esfuerzo y se enfrentan al peligro de una vacuna o a la inmunidad de rebaño, denominación que me sigue pareciendo insultante.

Si hay algo seguro en esta vida, es que cada treinta o cuarenta años sufriremos una pandemia, aunque en el siglo XXI llevamos tres, y la última está siendo mucho peor que las dos anteriores. Pero no tan letales y devastadoras como la que sufrió la humanidad hace poco más de un siglo y que algún periodista simpático bautizó como ‘gripe española’, y con ese nombre se quedó. La denominación se debe a dos hechos casuales. Uno, que debido a la férrea censura de la prensa en los países implicados en la Primera Guerra Mundial, en el año 1918 la noticia de una grave epidemia de gripe que asolaba las trincheras de Francia se supo por los periódicos españoles, porque nuestro país no estaba en guerra y no había censura. Para más inri, el entonces rey de España, Alfonso XIII, enfermó de esa gripe y eso terminó de consagrar la españolidad de una gripe que nos colgaron como un sambenito. Porque hay dudas de si surgió en las propias trincheras francesas, cercanas a las lagunas donde hacían parada y fonda las aves que migraban del Norte al Sur del hemisferio, o si surgió en la Kansas City de Dorothy, donde se dio un brote muy potente entre soldados que habían vuelto de los frentes europeos, o más bien en China (el sospechoso habitual). En este último caso, la exportación a Europa se habría producido al hilo de la incorporación como trabajadores en tareas ancilares al frente europeo de cien mil chinos a los que engañaron (probablemente de ahí viene la expresión «engañar a alguien como a un chino») con promesas de sueldos de fantasía y una fortuna a la hora de retornar a sus hogares. Si algo quedó meridianamente claro algunos años después es que la gripe española no surgió en España.

Comparada con ella, con sus tres oleadas de primavera, verano (la más mortífera con mucho) y enero del año siguiente (la traca final), la pandemia actual sería un episodio casi anecdótico, lo que dice mucho de las trágicas consecuencias de aquél, solo comparable a la gran pandemia de peste negra del siglo XIV, que en su momento se llamó ‘peste azul’ (para gustos, los colores) y que acabó probablemente con uno de cada tres habitantes del planeta.

Las últimas estimaciones serias hablan de cien millones de muertos por la gripe española, multiplicando por cinco los que causó la Primera Gran Guerra en sus cuatro años de duración. Y lo que resulta más trágico: las víctimas fueron mayoritariamente hombres sanos de entre veinte y cuarenta años. Entre la gran guerra y la gripe española, una parte muy importante de la población mundial, una cuarta parte del número actual, empezó a criar malvas cuando se encontraban en lo mejor de la vida. Así que no es de extrañar que los que quedaron vivos se pasaran la siguiente década, los años veinte, bebiendo champán (o vino de garrafa si no les daba el presupuesto para espumoso francés) y bailando el Charleston. Los años veinte fueron tan felices porque la década anterior fue en extremo horripilante.

Cuento todo esto por dos razones. La primera es porque acabo de terminar uno de los mejores y más documentados libros sobre el asunto: El Jinete Pálido, de Laura Spinney, editado por Planeta. Está lleno de historias grandes y pequeñas sobre la pandemia. Sorprenden tanto las similitudes con la pandemia actual como las diferencias. Entre las similitudes está la discusión sobre abrir o cerrar las escuelas. En Nueva York abrieron y les fue bien, sorprendiendo a sus contemporáneos. Entre las diferencias destaca que la medicina formal convivía con la tradicional y los curanderos de forma natural. De hecho, fue esta pandemia universal la que contribuyó a delimitar el papel de la medicina basada en la ciencia. También dio el impulso para la creación pionera de un Servicio Nacional de Salud en la Rusia revolucionaria.

Pero la segunda y más importante por la que quiero hablar de la pandemia de gripe española es para contextualizar lo que estamos viviendo ahora. Por mucho que estemos sufriendo a todos los niveles, esta pandemia se parece a la de la gripe española como el txirimiri se parece al diluvio universal. Ya que no parece que aprendimos de esa pandemia, ni de la del año 57 en Corea, ni de las que la han sucedido en este siglo, conviene recordar que algún día, más pronto que tarde, llegará la ‘big one’ que los epidemiólogos esperan. Como la frase que acompañaba al anuncio de la serie The Walking Dead a propósito de los zombis, habría que decir: los virus son lentos, pero no descansan.