Lo dijo el otro día uno de los cientos, miles o millones de técnicos sanitarios, epidemiólogos, virólogos, catedráticos de todo pelaje, científicos de medio pelo y de pelo entero que salen en la tele hablando de la covid: «Me temo que cuando acabe esta pandemia tengamos otra también tremenda de enfermedades mentales». El payo, que era de la OMS, a mí me tranquilizó con esta referencia, porque yo pensaba que era el único en el mundo al que le están pasando cosas raras en el pensamiento, y me había preocupado, pero, ahora, al saber que el personal en masa va a acabar cogiendo moscas, yo me tranquilizo.

Pero es muy serio que este mensaje esté basado en certezas, y, si no, hagan ustedes la prueba. Hablen con personas que conozcan de cómo se sienten después de un año como el que llevamos sobre nuestra espalda y verán que hay dos respuestas, unos que dicen que no les ha afectado psicológicamente, pero que mienten, y otros que confiesan que efectivamente les ha afectado, que están notando mermas en el interior de sus cabezas y que empiezan a preocuparse.

Y, aunque, indudablemente, están más afectados los mayores que los jóvenes, hay muchísimos chicos y chicas que tienen síntomas de que las cosas no les van muy bien en lo que al coco se refiere. Imagínense lo que ha supuesto para ellos cambiar sus vidas totalmente. Muchos adolescentes tenían sus deportes que practicaban dos o tres días a la semana, sus salidas con los amigos al cine o a un restaurante, de esos de las pizzas y de las hamburguesas, en los que aparecían los primeros enamoramientos y los primeros besicos. Por otro lado, han perdido muchas de sus rutinas escolares: unos van unos días a los colegios o institutos y no pueden ver a los que no les toca con ellos. Cuando quedan ‘para estudiar’ en casa de un compañero o compañera, los padres les dicen que ni pensarlo, que saben que la abuela de la prima de la compañera con la que ha quedado ha pasado la covid y su familia puede estar contagiada. Y a ella le echan la bronca sus progenitores porque «¿tú qué es lo que quieres?, ¿que el tonto ese del pendiente nos meta la enfermedad en la casa? No, hija, no». Los cocos de estos jóvenes o muy jóvenes están sufriendo mucho con todos estos cambios en sus vidas, y unos lo confiesan y otros no, así que hay que estar muy pendientes de ellos. Puede que los de edad media sean los menos afectados, pero también los hay. Muchos han perdido trabajos, o están en ERTE o en ERE. Los hay que teletrabajan con lo que eso trae consigo de encierro, de no ver a nadie más que a través de una pantalla. A menudo, estos últimos acaban por no vestirse, por trabajar con un pijama y una bata. Las muchas horas en casa traen a veces roces con las parejas, y no ver a los compañeros, no poder hacerle una peineta al jefe cuando se da la vuelta los machaca. Incluso procurando salir a hacer algo de ejercicio andando o corriendo, o en bicicleta, se sienten mal, cabreados por lo que han perdido, esa cerveza con los amigos al acabar el día, el ambiente de la empresa, etc. Y la única manera de aguantar es esa, aguantar, y las cabezas se cansan, que ya llevamos un año. Pero que se cansan, de verdad.

Y luego está los mayores, entre los cuales creo que estaré yo, aunque no me acuerdo exactamente de la edad que tengo. Por todas partes nos dicen que nos quedemos en casa, que no salgamos, que somos los más vulnerables, así que apenas asomamos la nariz a la calle, y, cuando salimos porque no hay otro remedio, vamos andando evitando que nadie se nos acerque, compramos el pan y, cuando volvemos a casa, nos desinfectamos hasta la pelvis, no vaya a ser que la bolsa llevara algún virus suelto. Y vamos cortando los contactos con los amigos, que, por cierto, también están bastante acojonados y perdiendo raciocinio por horas. Y nos pasamos el día preguntándonos: «¿A qué venía yo aquí?» en cualquier habitación de nuestras casas, lo que ciertamente asusta, oiga.