Gonzalo Celorio ha escrito uno de los testimonios más clarividentes sobre la pérdida de la fe. No se trata de un ajuste de cuentas con la religión, sino de un ejercicio noble de inteligencia que pasa por cuestionarse, ya desde la más tierna infancia, los dogmas que obligan al ser humano a comulgar con unas ideas preconcebidas, aprendidas a la misma vez que nace el conocimiento. El autor mexicano compara este proceso con el paso del otoño de la Edad Media, como definió el historiador Huizinga, hacia el Renacimiento, el despertar a la vida adulta y al pensamiento independiente. Todo este proceso está diseminado en un libro complejo, Los apóstatas, que discurre entre las memorias, la novela y el ensayo a voluntad, con páginas que se convierten por momentos en auténticas clases de arte novohispano y otras donde el autor confiesa, no sin dolor, cómo ha sido el proceso de escritura.

El libro viene a culminar una trilogía sobre su vida familiar. Los apóstatas es una novela independiente, que puede ser leída sin conocer de antemano las dos obras anteriores, Tres lindas cubanas (2006) y El metal y la escoria (2014), todas ellas publicadas por Tusquets. El viaje a la semilla que realiza Celorio en esta trilogía muestra a una familia de raíz española, asentados en México, una de tantas estirpes con un nivel cultural medio que se ven arrojadas a la escasez. El propio autor cuenta lo que fue su infancia, las dificultades de vivir junto a once hermanos, en una casa que a fuerza se quedaba pequeña y que se asemejaba a un convento. Sin duda, lo que marca el aroma de su niñez es la religión, una creencia basada en el miedo al infierno, más que en la bondad del creador, como si todavía estuviesen respirando bajo el influjo de Trento. Su imagen predilecta es un crucificado, el dolor de la carne y la obsesión por el pecado. Así transcurrió la infancia del escritor, resuelta en una descripción apabullante y sostenida con un lirismo duro que obliga a seguir devorando las páginas.

Pero el cuestionamiento de la fe del escritor se realizará a través de dos personajes, en los que está dividida la novela. Se trata de sus hermanos, el primogénito, Miguel, y el hermano con el que Celorio ha compartido edad y juegos, Eduardo. En ambos casos el enfrentamiento con la religión se ha resuelto de forma traumática, pero se han mantenido seguros en su fe. El primero de ellos abandona la casa familiar para ingresar en un monasterio en Salamanca, al otro lado del charco. Las idas y venidas con la religión marcarán su vida, así como la predilección que Celorio siente por él.

El acercamiento a Miguel se hará a través de la correspondencia que guarda su ex mujer, sus hijos y sus amigos. Miguel se presenta como un ser solitario, con una espiritualidad inmensa pero cargada de egocentrismo, lo que lo lleva a dibujar obsesivamente a Cristo con su propio rostro. Se desenvuelven los capítulos hasta una obsesión plena, en donde se identifica la vejez de Miguel con el demonio. El hermano mayor de los Celorio cree estar endemoniado. Sufre otro tipo de apostasía diferente a la común, pero no deja de ser una alejamiento de la fe.

Aunque los momentos culminantes de la novela llegan con la descripción de los pasajes de la vida de su hermano Eduardo. El lector echa de menos a este personaje cuando la historia empieza a complicarse y parece que se olvida de él. Eduardo sufrió abusos sexuales en su más tierna infancia a manos del padre de un compañero de clase, amigo íntimo del autor. Y ahí nace también la culpa de Celorio. Tirar del hilo de la verdad es enfrentarse contra la ignorancia de aquel tiempo, pero también asimilar que el padre de su íntimo amigo, cuya amistad aún conserva, es un monstru. Y la tragedia se agranda con la falsa resolución familiar. Sus padres deciden internarlo en un colegio Marista para alejarlo de aquella situación desgraciada. El calvario de Eduardo no hace más que empezar. Sufre continuos abusos sexuales por parte de los sacerdotes, que además son sus profesores. Eduardo silencia todos los tocamientos y las vejaciones y decide hacerse sacerdote también.

La novela encuentra un tono duro y reclama la verdad, esclarecer el pasado. Son sus mejores páginas. Pero no se centra en la infamia de casos que florecieron en México, tanto en las escuelas Maristas como en los Legionarios de Cristo, dirigidos por Marcial Maciel. La historia decide no entrar de lleno en la trama de abusos sexuales y el lector en parte se resiente. No es ese el tema, por supuesto.

Descubierto el doloroso pasado, Eduardo abraza otro tipo de fe, tal vez más iluminadora, pero más perversa. Se adhiere a la revolución sandinista y se marcha a Nicaragua. Como antes el joven sacerdote miraba con devoción la cruz, en el país centroamericano luchará por hacer triunfar la justicia social y, como sucedió con la Iglesia, la revolución trae consigo la decepción en el ser humano y en los dioses. Eduardo acaba siendo también otro apóstata, pero de una doble causa.

Gonzalo Celorio utiliza la literatura como forma de encontrar a su familia. Escudriña el pasado y conoce fragmentos de su vida que siempre habían estado ocultos. Es un ejercicio lírico hermoso el del escritor que despierta al mundo del recuerdo y descubre todo el dolor que había estado dormido durante tanto tiempo y que se manifestaba en la cama de al lado. Sin embargo, en la metanovela que ha creado Celorio subyace el enorme pecado de no haber sido más ambiciosa.

El lector pide que la narración se centre en Eduardo y en Miguel. En los capítulos donde se pone en pie la vida, el lector tiene la sensación de estar ante una escritura con mayúsculas. En eso consiste escribir, en ser apóstata de la memoria propia y convertirla en colectiva.

Y Celorio toca con la punta de los dedos el magisterio de hacer de su historia un testimonio universal.