TIEMPO DE MUJERES

Es costumbre de los tiempos despreciar el pasado, más por desconocimiento que por pura intención. Ahora el mundo asiste, con altas dosis de cursilería impostada, al advenimiento de Kamala Harris como vicepresidenta del Gobierno de los Estados Unidos. Llegan incluso los deseos de muchos contertulios a entronizar a Harris como futura presidenta, sin pasar siquiera por las urnas. El problema es que el presidente votado no fue Harris, sino Biden. Algunos ansían que la biología haga su trabajo de la forma más perfecta posible para ver cumplidas sus aspiraciones. El pobre Biden, que acaba de llegar, ya es considerado como el presidente que fue, la bisagra entre la esperpéntica imagen de Trump alentando a las masas para asaltar el Capitolio y un futuro esperanzador sin guerras ni pobreza. Pero Biden aún respira.

España es un país que se deslumbra por los acontecimientos que suceden en el extranjero pero que no es capaz de asimilar su propia historia, siempre tan cuestionada. Que Kamala Harris sea la primera vicepresidenta estadounidense no deja de ser la normalización de una sociedad igualitaria. Estados Unidos ha llegado a su cita con la historia y no ha sido muy puntual. En nuestro país, ese cargo lo ocupó por primera vez María Teresa Fernández de la Vega en 2004, con el primer Gobierno de Zapatero. Posteriormente, bajo la misma presidencia, el puesto pasó a Elena Salgado (tras Rubalcaba). El PP también eligió a una mujer como segundo pilar del Gobierno. Fue Sáenz de Santamaría, la mujer que más tiempo ha estado como vicepresidenta y que más poder ha tenido en nuestra democracia. Luego, los ajustes y equilibrios de favores hicieron que la vicepresidencia se fraccionara en cuatro (se quedó pequeño el sofá para que todos saliesen en la foto) y se enmascaró la jugada como un hito del feminismo: tres vicepresidentas más Pablo.

Y he aquí el problema central que reviste el feminismo en nuestros días. Una anécdota resulta muy significativa. En diciembre de 2019, diputados del PSOE y la misma TVE lanzaron una campaña con el mensaje de que por primera vez en la historia de nuestro país dos mujeres presidían el Congreso y el Senado. Se trataba de Meritxell Batet y Pilar Llop. Pero pronto saltaron las alarmas. La afirmación no era cierta porque en el año 2000, dos política del PP habían ocupado esos mismos cargos: Luisa Fernanda Rudi y Esperanza Aguirre. El desconocimiento no impidió continuar con el discurso. Dijeron entonces que si bien era cierto que las socialistas no eran las primeras, sí se podía afirmar que en esta ocasión se trataba de dos mujeres feministas y progresistas. Jugada maestra y aclaración de conceptos: la mujer en política solamente rompe barreras si es de izquierdas.

Este es el punto exacto en el que discurre el debate del feminismo en nuestro tiempo. Los hitos del feminismo son impulsados por la oficialidad cuando suceden bajo personalidades del mismo entorno ideológico. Un vistazo a la historia reciente de Europa resultaría esclarecedor al respecto. Margaret Thatcher no fue una líder feminista, pero eso no debería impedir que sea considerada hoy en día un referente para otras mujeres. ¿Y por qué no sucede así? Resulta irrisorio escuchar hablar de Thatcher como la quintaesencia del mal, sobre todo por las voces que hoy merodean el Ministerio de Igualdad. No es lugar para entrar a valorar la gestión de la premier británica, cuyo mandato (estaremos todos de acuerdo) está repleto de luces y sombras, pero sí me permitiré la pregunta nada inocente de por qué Margaret Thatcher no puede ser considerada como un referente para las mujeres y sí Kamala Harris. Tal vez la respuesta habría que hallarla en el punto de partida del feminismo hegemónico, que desde el Ministerio de Igualdad se intenta imponer.

Otro ejemplo cristalino es el de Angela Merkel, considerada hasta hace dos días un Leviatán moderno que venía a destruir la soberanía de los pobres países del sur. Ella es mujer, claro, tan mujer que bajo su batuta Europa se ha salvado de varios devaneos en los últimos quince años, ese mismo continente que ahora retiene la respiración por su marcha. Tal vez, el fino hilo que une a Thatcher con Merkel no sea solamente que ellas no proclamaron su feminismo a viva voce (para eso, mejor hacer política y gritar menos). Es algo mucho más esencial. Son mujeres, sí, pero son conservadoras. Y eso es imperdonable en nuestros tiempos. Porque el feminismo distópico que se ha instalado en nuestros sociedad, en la oficialidad, en las televisiones y en los centros educativos no acepta otro modelo que el impuesto por Irene Montero y su Ministerio otorgado a dedo, un modelo cuya base ideológica acusa pocas lecturas y mucha charlatanería.

Por eso nunca escucharemos hablar de Golda Meir, primera ministro de Israel en los setenta con un partido de izquierda moderada (pero es otra historia el olvido de Meir, y tiene mucho que ver con el antisemitismo). O de Benazir Bhutto o Indira Gandhi, primeras ministras de Paquistán y la India, ambas asesinadas y ambas ejemplos de dignidad humana en un ambiente, este sí, hostil para la mujer. Ninguna de ellas recibe el merecido conocimiento por su labor como progreso en la lucha de las mujeres por alcanzar la libertad. Prefieren ensalzar otros modelos, siempre más ajustados a sus perspectivas ideológicas, sin importar que la historia o la realidad encuentre otros referentes más idóneos.

Porque asistimos a la imperdonable condena de la inteligencia. Y el ejemplo lo encontramos en Amelia Valcárcel o Loola Pérez, cuyo compromiso con el feminismo y el pensamiento tolerante son intachables, insultadas en redes sociales estos días por discutir abiertamente las trampas en las que incurre la nueva Ley Trans. Este no es el feminismo que necesita nuestro país, sino el impuesto por unos intereses particulares, más pendientes de la salvaguardia personal de una ministra advenediza que del verdadero interés que debe tener la mujer en nuestro mundo. Mientras sea Irene Montero quien dicte lo que es el feminismo en nuestro país, no podré encontrarme cómodo con un ideología que trata a las mujeres como individuos débiles a los que hay proteger y cuya autonomía se cuestiona permanente.

Porque el primer paso para alcanzar la igualdad y la justicia entre hombres y mujeres es la consolidación de un buen sistema económico. De momento, el Gobierno más feminista que hemos tenido nunca, con tres vicepresidentas y un sin fin de eslóganes a sus espaldas, ha sido el que más empleo femenino ha destruido, según los datos conocidos del año 2020. Bien podrían fijarse en otras líderes que, sin ser feministas, capacitaron un mercado laboral idóneo para que la mujer pudiese desarrollarse con independencia del varón. Pero para eso tal vez habría que mirar más a mujeres como Thatcher o Merkel en lugar de elevar a niñeras a la categoría de alto cargo, con un sueldo de 52.000 euros al año y con un currículum que no pasa del Bachillerato más elemental.

El hecho de que Podemos, de quien depende este Ministerio, denunciara falsamente a un trabajador de acoso sexual para despedirlo nos sitúa en un escenario desalentador sobre la instrumentalización de los derechos de la mujer en beneficio de Iglesias y Montero. El feminismo es una causa justa, noble y necesaria, y no un ascensor que sirva para medrar en la vida. Sobre todo, si es a costa de las mujeres que se dice representar.