La presidenta de la Comunidad de Madrid subía a una red social, hace poco, una viñeta en la que unos ´trabajadores', sentados a una mesa con un pitillo y un café, decían algo así como «la clase trabajadora empieza a estar harta. Y en cuanto haya un Gobierno de derechas, nos van a oír». Pudiera parecer un apunte más en la larga lista de salidas de tono de alguien que ha demostrado respetar muy poco el cargo que ocupa y que ha hecho de la bronca, el hooliganismo y la vanidad de la estulticia, sus más significativas señas de identidad. Sin embargo, ese gesto de absoluto desprecio por las personas trabajadoras (incluidas las que forman parte de su electorado), ese cuestionamiento tan burdo de la movilización sindical, precisamente en un momento como el actual, me pareció que ejemplificaba a la perfección la deriva de insensibilidad, ceguera ideológica y lejanía con la realidad de las personas trabajadoras, que empieza a hacerse sitio en la vida política.

Es preocupante, y muy peligroso, que gane cada vez más acólitos la carrera por ´votos a toda costa'; lo es que consensos arraigados tras años de lucha social y sindical, sobre derechos civiles y sociales fundamentales, salten por los aires con la pasmosa aquiescencia y cooperación necesaria de quienes invocan el constitucionalismo con aires sacros a la primera oportunidad.

En la Región de Murcia, los Presupuestos de la Comunidad Autónoma (y seguramente, también alguna que otra encuesta reciente sobre intención de voto), reaniman la tentación de buscar amistades donde militan negacionismos de todo pelo: de la pandemia, de las vacunas, de la violencia de género y hasta de los derechos humanos. Y no, no todo vale.

Menos aún en una situación tan verdaderamente dramática como la actual, pulverizando el récord diario de fallecidos por Covid, con nuestros hospitales saturados al extremo, con más de 123.000 personas en paro de las que el 41% no tiene acceso a prestaciones.

No es tiempo de mercadeos de galería, es tiempo de política con mayúsculas, de diálogo y responsabilidad institucional, de lograr sacar adelante, cuanto antes, unos presupuestos que refuercen nuestros servicios y prestaciones públicas, que atiendan dignamente las situaciones de pobreza y vulnerabilidad sobrevenidas, y que movilicen la inversión pública necesaria para apoyar la actividad y el mantenimiento del empleo.

Este mes de febrero se cumplen, además, ocho años de la entrada en vigor de la reforma laboral. Una reforma laboral que introdujo unos desequilibrios en la negociación colectiva, y una rebaja de los derechos y garantías de las personas trabajadoras que ahora mismo no son ningún coadyuvante a la recuperación, sino todo lo contrario. Gracias a esa reforma, despedir es más barato y fácil y, de no haber sido por el nuevo régimen extraordinario que estamos logrando mantener para los Ertes, la debacle que habría sufrido el empleo habría sido incluso mayor que la que se produjo con la crisis de 2008. Gracias a esa reforma, que flexibilizó la contratación temporal y parcial, abusar del empleo precario es más fácil y rentable. Gracias a esa reforma, los salarios se devaluaron como nunca y fueron quedándose rezagados del crecimiento económico durante la fase de recuperación. Y gracias a la reforma que redujo las prestaciones por desempleo y los subsidios, las personas desempleadas están menos protegidas.

Así que, sí, la clase trabajadora empieza a estar harta. Harta de que el tacticismo y la bronca continua emborronen la acción política. Harta de que ni ante la evidencia del fracaso estrepitoso que supuso la reforma laboral ni los compromisos adquiridos, se haya derogado aún. Harta de que se niegue hasta la subida del salario mínimo, precisamente, a los trabajadores y trabajadoras más vulnerables, los que sin recuperarse aún de la crisis de 2008 ya están sufriendo el revés de una nueva. Harta de que incluso una ilusión y esperanza como la que representaban las vacunas, se haya visto opacada por la chapuza y el oportunismo.

No podemos entrar ni estar a ese juego, hay que centrarse en lo importante: las personas. Por eso debemos seguir exigiendo la derogación de la reforma laboral y la subida del salario mínimo interprofesional, oponiéndonos a cualquier nuevo recorte en las pensiones.

De fondo, pico y pala, seguimos a lo nuestro, apuntalando los muros contra la desregulación del mercado de trabajo de la que se pretende aprovechar la esclavitud 4.0, luchando por unos servicios públicos universales y de calidad para todos, haciendo los centros de trabajo más seguros, reclamando oportunidades para las personas desempleadas, denunciando las desigualdades y discriminaciones y, siempre que podemos, aportando en la construcción de un nuevo modelo social y económico más justo, inclusivo y sostenible.

Ésa es la realidad de la clase trabajadora, una realidad que, desde luego, admite pocas bromas.