El lema más conocido del de Mayo del 68, evento originario de la revolución intelectual, moral y hasta tecnológica del siglo XX, fue «prohibido prohibir». Ese eslogan marca un enfrentamiento sin concesiones con las generaciones anteriores, marcadas mentalmente en Occidente por un autoritarismo moral conectado a la ascendencia de la cultura judeocristiana. El paradigma del padre de familia prohibiendo todo tipo de cosas a sus hijos adolescentes, tuvo su némesis en la generación de los ´rebeldes sin causa' y en los ´easy riders' que desembocaron en el verano del amor en San Francisco, la generación hippie y el Mayo del 68.

Nada ha vuelto a ser lo mismo desde entonces hasta ahora. Hasta que, desde el posicionamiento más inesperado, la nueva izquierda, ha surgido de nuevo el paradigma de la prohibición, más conocido ahora como la cultura de la cancelación o ´cancel culture'. Por supuesto que en la derecha sociológica y, sobre todo, política, quedan restos incrustados de posturas dogmáticas y de moralina cristiana, pero son las posturas puritanas de la izquierda lo que llama poderosamente la atención porque se asemeja a un cáncer que metastiza constantemente en múltiples aspectos insospechados de nuestra vida cultural y social. Como era de esperar, las redes sociales tienen un papel crucial en este, como en otros, fenómenos contemporáneos.

Véase si no el asalto al lenguaje, con la prohibición cada vez mayor de expresiones en aras de lo políticamente correcto. En un memorable libro de entrevistas publicado hace décadas por el periodista Salvador Paniker, Camilo José Cela recordaba cómo, en el Concilio de Toledo, los cristianos viejos, como el futuro santo Isidoro, no tenían empacho en insultar a sus oponentes dialécticos con expresiones del tipo «cojón del Anticristo». Eran los cristianos nuevos, en su mayoría judíos conversos, los que cuidaban muy mucho su lenguaje para que no se les viera el plumero de su reciente adhesión a la fe por motivos de supervivencia o conveniencia. También es célebre y muy celebrada la supuesta afirmación de Voltaire, el referente intelectual de todos los liberales contemporáneos: «No estoy de acuerdo con lo que dice, pero defenderé con mi vida su derecho a decirlo», refiriéndose a su oponente dialéctico y rival Helvecio. Compárese esta actitud con los escraches a oradores que disienten de la opinión radicalizada de los estudiantes y profesores de una Universidad y o los escraches en domicilio particulares, las campañas de odio en Twitter y los señalamientos a políticos de la oposición en la versión del Pravda soviético recientemente lanzada por Pablo Iglesias y su entourage. Por cierto, no voy a mencionar aquí el nombre de este panfleto. Todos sabemos jugar al juego de la cancelación.

Pero más allá del caso español y su minoría de izquierda radical entronizada en el poder, la cultura de la cancelación es un fenómeno universal que se manifiesta en movimientos como el #metoo, llevados al paroxismo de provocar la brusca salida de escena de uno de mis actores favoritos, Ken Spacey, y sin duda el mayor genio del ´stand up' y la comedia contemporánea: Louis C. K. Este último, que forjó su carrera en el miserable circuito de los ´open mic' y llegó a lo más alto con una espléndida serie de televisión protagonizada por él mismo como personaje, ha desaparecido literalmente del mapa del entretenimiento público. Conociendo su visión corrosiva del mundo y de la vida, no me extrañaría que le haya hecho un corte de mangas al personal del #metoo, aburrido y asqueado por sus constantes insultos.

Una noche, paseando por una calle solitaria de Los Urrutias, recuerdo oír un susurro del que resultó ser el componente masculino de una pareja, formulando la siguiente pregunta: «¿Hacemos la moviola?». Ante el silencio de la parte femenina, un par de segundos después el chico metió las manos por debajo de su camiseta y procedió a un lento masaje circular sobre los senos de la chica. A mí me pareció algo francamente erótico y hasta gracioso, aunque obviamente aceleré el paso para no comprometer un momento tan gratificante para los implicados en la operación. Eso fue hace muchos años. En estos tiempos, el chico probablemente debería haber convocado dos testigos y requerir la presencia de un notario y un juez de paz para acreditar el consentimiento de su pareja previo al juego erótico. Por supuesto que exagero, pero no mucho más de lo que exageran las nuevos puritanas del feminismo militante suprimiendo del todo el margen para el lenguaje temporal, la resistencia consentida y el asentimiento implícito dentro del ritual de apareamiento carnal entre un hombre y una mujer.

Ante el espectáculo de la cancelación protagonizado por la nueva izquierda, se echa de menos la vieja izquierda anarquista con su defensa del amor libre y la libertad omnímoda para crear y destruir relaciones consentidas entre adultos. Esta semana, en un gesto por una vez claramente opuesto a la cancelación, hemos visto cómo la ministra de Igualdad, Irene Montero, proponía una ley en la que sería el propio individuo el que decidiera el sexo con el que se identifica. No es de extrañar que otra ministra de izquierdas, Carmen Calvo, haya salido criticando la posición de Montero en aras de la defensa de los derechos adquiridos por el feminismo militante. Por una vez, la nueva izquierda tiene razón, probablemente porque su propuesta está directamente inspirada en la doctrina de la Unión Europea, que a su vez bebe de las fuentes del liberalismo radical de origen volteriano.

Pero si hay un aspecto más ridículo que otros en la cultura de la cancelación, es el de las aberraciones linguísticas fruto del paradigma de lo políticamente correcto según las normas dictadas por una hipotética Real Academia de Inquisidores Espontáneos. Dejando de lado lo de tener que mencionar todos los géneros de cualquier palabra en un discurso (no sabemos cómo se incorporará a este ámbito el próximo reconocimiento de la transexualidad como género), destaca el surgimiento de expresiones como ´significant other', obligatoria ya en el mundo anglosajón para eludir la calificación del status y la composición de sexos de una relación cuando se invita a alguien con su pareja. Esta expresión (que resuelve de forma práctica un montón de posibles situaciones embarazosas) es una demostración más de que el lenguaje es un organismo vivo que evoluciona y se acomoda a cualquier circunstancia histórica e ideológica. Es una forma de ver el lado positivo de esta historia de la cancelación.

Nosotros, que creíamos habernos librado de la tiranía moral de los curas de nuestra infancia, nos encontramos a la vejez viruela sorteando los nuevos dogmas del progresismo radical e intolerante. Razón suficiente para invocar otro Mayo del 68 que mande a tomar por saco de una vez por todas a esta nueva camada de prohibicionistas.