Lovecraft tenía apenas nueve años cuando Joseph Conrad publicó El corazón de las tinieblas, un libro que contiene todas las dosis necesarias para ser considerado un espectro de las más bajas pasiones humanas. En él se reúne el brutalismo al que es capaz de llegar el hombre en su explotación del mundo, pero también el exotismo por lo desconocido y el misterio por la noche de los tiempos, el lugar exacto donde se confunden los amuletos, los dioses y la locura. Veinte años después, escribía Lovecraft un cuento titulado Arthur Jermyn, que comparte varios puntos con la novela corta del escritor inglés. En ambos casos se trata el tema colonial, las ansias desmedidas del hombre blanco que se apodera del medio, la asimilación del otro (del indígena) como un trofeo de museo y el misterio que rodea el rito africano.

Desde que leí a Lovecraft tuve la impresión de que estaba ante un escritor de literaturas universales. La sensación de estar leyendo El corazón de las tinieblas mientras me atrapaba la historia de Arthur Jermyn supone un guiño, pistas de lectura que el aficionado va encontrando en el camino y que enriquecen la lectura. Pero ocurre con más autores. La originalidad de Borges, la frescura de sus temas (que desde Homero no cambian pero que en sus manos parecen nuevos) y el tratamiento complejo de sus argumentos está ya en buena parte de los cuentos de Lovecraft. Ambos comparten un estilo frío y cerebral, pero que no renuncia a la estética. Al igual que el elemento metaliterario. Si en Borges es imposible entender la escritura sin tener en cuenta la invención de todo un catálogo de obras apócrifas, en Lovecraft la invención bibliográfica se vuelve un mito con la creación del Necronomicón, un libro que «refleja la imagen de los muertos», escrito por un 'árabe loco' llamado Abdul Alhazred. El escritor argentino mareó a la mitad de los bibliotecarios del mundo con el título The approach to Al-Mu'tasim (El acercamiento a Almostásim), un libro que referencia y comenta pero que nunca existió, detalle que pasó por alto buena parte de la crítica.

No debería ser una ofensa para Borges defender que ambos escritores comparten una misma sustancia narrativa, a pesar de que para él, Lovecraft era poco más que un 'parodista involuntario' de Poe. Claro que Poe son palabras mayores. Estamos hablando de uno de los grandes genios del terror moderno, ese que crecía en el interior de cada lector de la mano de los progresos de la ciencia. Su legado en Lovecraft es tan evidente que nunca intentó ocultarlo. Sus primeros cuentos están empapados de la atmósfera gótica de Poe, de los terrores nocturnos y el miedo a la oscuridad, así como una geografía americana colmada de naturaleza medievalizante. Lo observamos en La tumba y en Al otro lado de la barrera del sueño.

Pero dejando a un lado las filias y fobias que despertó Lovecraft, lo que es innegable es el hecho de que su obra ya se haya convertido en materia legendaria. El escritor americano ha sido capaz de crear un universo propio, estable con un sentido lo suficientemente autónomo como para pervivir a pesar de las generaciones de lectores. Es lo que se denomina como Los mitos de Cthulhu, un mundo que trasciende lo humano y que se extiende por el cosmos, llenando de terror el hábitat de unos personajes no humanos, dioses extraterrestres que juegan a voluntad con la vida y con la muerte.

Por este camino podemos hallar la genialidad de Lovecraft, en un terreno, el de la ciencia ficción inmersa en el terror, donde no siempre es fácil moverse. Sus cuentos (dedicó toda su obra a la narrativa breve, como haría Borges también años después) ha soportado el paso del tiempo de una forma magistral. Hoy en día leemos literatura de temática semejante (terror cósmico) y en pocos años descubrimos que ha quedado desfasada, como esas películas que proyectan el futuro, más cercano al pasado que a sus verdaderas intenciones. Con Lovecraft sucede lo contrario. Incluso sus historias nos siguen inquietando, también a los lectores (como es mi caso) que no nos entusiasmamos con los relatos fantásticos sobre la vida más allá de nuestro planeta.

Del mismo modo que se entiende la literatura como una sucesión de estaciones de paso, si al leer a Lovecraft vemos la huella de Poe, leyendo a Stephen King reconocemos de forma clara las manos de Lovecraft. Es la trilogía del terror americana. Cada uno de estos autores se ha encargado de desvelar a su generación y de inculcarle los terrores de sus días y de sus noches. Poe le dio al siglo XIX el color del miedo que necesitaba y la noche más oscura. Lovecraft inauguró el siglo XX, el siglo donde se debía imponer la razón y la cordura, con un mundo misterioso y lleno de monstruosidades (tal y como la realidad se empeñaba en aparecer) y King le recordó a la segunda mitad del siglo que somos humanos, diminutos, y que las fuerzas del mal siempre acechan debajo de la cama, tras un espejo, dentro de la tierra o en un hotel de montaña aislado por la nieve.

Me acerqué a Lovecraft hace tan solo un par de años, cuando ya creía que eran pocas las lecturas que podían llegar a sorprenderme. Subestimé la fuerza de sus relatos y ahora no puedo pasar demasiado tiempo sin leer uno de sus cuentos. Su estilo sobrecoge, sobre todo en aquellos cuentos donde la realidad y la ficción combaten por identificarse y hacerse una misma realidad. Lovecraft demuestra que a pesar del tiempo, los terrores de los hombres no pasan de moda. Siempre necesitaremos encender una lámpara en mitad de la noche porque oímos ruidos al otro lado de la sábana.