Todo cerrado en mi ciudad. Si quieres fundar una tertulia has de hacerlo en la cola del take away. Café para llevar. Café para llorar. Veo biciclistas por la avenida, señores en chándal que caminan simulando prisa. En la plazahay más bullicio y mi corazón también se va agitando por la caminata, que se torna placentera por la costa. Salitre. Sol. Barquitos. Más gente en ropa de deporte. Poca gente. Hay gaviotas de palique y palomas asombradas. Nada de moscas. Si hubiera vencejos los metería en la columna también, en la que se me cuela una voz de megafonía que habla para nadie. La vista no se pierde en el horizonte, lo encuentra. Una señora pregunta la hora en el semáforo. Le voy a decir que son las nueve pero se me adelanta un joven y dice que son las diez. No se le presenta a uno todos los días la posibilidad de viajar en el tiempo. Puedo quedarme en las nueve o viajar a las diez. La señora se va contenta, digo yo que se va contenta, esa cara tiene. Seguramente solo quería hablar y le daba igual la hora. O no. Lo mismo soy yo el que alberga un pensamiento tópico y la señora tiene pocas ganas de hablar, mucha gente con quien hacerlo y una prisa importante. Los árboles del paseo tienen menos hojas que un catálogo de aciertos políticos en la pandemia. Parecen gigantes tristes sin broncear que quisieran caer sobre ti. Autobuses vacíos que semejan orugas de vuelta a su madriguera. Vaya usted a saber si las orugas tienen madriguera. Aprieto el paso pero no mucho, para no darme contra la valla de un solar. Vuelta. Semivuelta. Calle hacia abajo. Un guardia de seguridad vigila la nada y a nadie. Una tienda está de guardia. Una chica rubia entra, mira y no compra. Por eso está tan delgada. Yo me compraría siete bollos. Como con la mirada. Bollos, no rubias. En la plaza se forma una cola ante el cajero. Digo en alto buenos días. Así, por provocar. Me estoy quedando sin batería. El móvil, también. Me iría con ese grupo de gorriones que ahora veo. Despreocupados y canturreando.