Ahora que al parecer el sistema público de pensiones va a quebrar por culpa del éxodo de youtubers a Andorra, los medios de comunicación tradicionales, políticos e influencers de toda condición sin capacidad alguna de generar valor añadido se permiten el lujo de opinar al respecto de la profesión.

Empecemos, claro, por el principio: ser youtuber es un trabajo. Y de la misma forma que algunos pintan cuadros en su garaje que con suerte sus padres esconden en un baño de invitados, y otros se convierten en Dalí o Picasso, no es lo mismo tener un canal de YouTube con tresciendos seguidores que otro con tres millones.

Ser un influencer no es sólo hacer fotos de ropa o grabar vídeos jugando a la última novedad de la Play Station 5. Tener capacidad para hacer lo que todo el mundo hace (selfies poniendo caras extrañas retocadas con mil apps coreanas de belleza, o jugar a la Nintendo a la vuelta del colegio), pero recibiendo mucho dinero por ello no es una frivolidad o una estupidez, sino una genialidad sólo al alcance de los que tienen creatividad y talento para ello.

Los instagramers ganan muchísimo dinero, es cierto. Hay chicas que por subir una foto con una camiseta o un vestido cobran hasta 5.000 euros por publicación. Un vídeo de diez minutos con publicidad insertada puede generar cantidades equivalentes o superiores, y una campaña publicitaria extendida en el tiempo renta más en dos acciones que el salario medio de un españolito corriente en todo un año.

Hay influencers en España que gozan de reconocimiento mundial, y desde luego de, valga la redundancia, capacidad de influencia nacional. Si antes un famoso lo era por haber participado en un reality show, ser artista o estar liado con alguno de los anteriores, las celebrities del siglo XXI son los líderes de internet. E igual que antes el modelito que la Miss España de turno llevaba cuando el paparazzi ´la pillaba desprevenida' se agotaba en cuestión de días en las tiendas correspondientes, ahora un post de Instagram con una falda de Zara provoca que miles de chicas la compren y agoten en tienda online en cuestión de tiempo récord.

Si una marca concreta paga a un youtuber miles de euros por promocionar un videojuego no es por altruismo o labor social de la compañía con el pobre influencer. Ni, por supuesto, claro, para hacer felices a sus seguidores. Si Play Station paga 50.000 euros al tal Rubius por jugar al FIFA 21 en directo durante treinta minutos es porque el retorno económico y reputacional que espera recibir es, al menos, del doble de lo que ha invertido.

Esos creadores no son unos vagos y aprovechados ´que no hacen nada en todo el día'; son millonarios que han sabido convertir su pasión en profesión mientras el mundo tradicional ni siquiera les prestaba atención. Que España sea un infierno fiscal para la nueva era de líderes mundiales no es un problema de Andorra, es un drama y una vergüenza nacional para nosotros.

Ojalá nos indignáramos más por lo que nos roba Pablo Iglesias para sus chiringuitos que por lo que tributa Dulceida por su canal. Igual entonces daría la sensación de que criticamos a los influencers porque nos preocupamos por nuestro país y no porque nos mata de envidia su éxito.

En fin, habrá que visitar Andorra pronto. Entre youtubers y corruptos catalanes se está quedando un país de lo más entretenido. Me suscribiré a su canal, a ver qué tal.