Los carteles aparecieron por la ciudad de repente, como si hubieran brotado de los muros durante la noche. La oferta era irresistible: elefantes, fieras salvajes, payasos y un hombre bala, entre otras maravillas ofrecidas por el Increíble y muy sensacional Circo Magnífico.

El sargento nos envió a echar un vistazo. Quería evitar sorpresas como la que nos llevamos años atrás con el espectáculo del Sheriff J. D. Bronson y sus indios de las praderas. Resultaron ser un puñado de descerebrados con disfraces, que correteaban por el escenario borrachos, lanzándose objetos sin criterio mientras aullaban y reían como salvajes. Se montó una buena. Los espectadores de las primeras filas huyeron despavoridos al comprobar de qué iba aquello. Al alcalde le rompieron las gafas y hubo que coser las frentes del reverendo Murphy y de dos de sus beatas.

En esta ocasión me asignaron como compañero a Coy, un veterano que tenía el sentido del humor de un rodaballo. Fuimos de paisano, nos sentamos entre el público y observamos. Empezaron con unos trucos de magia que tenían varias capas de polvo. Después salió el payaso. No hacía gracia, pero tampoco daba pena, lo cual le situaba en un punto muerto bastante meritorio. Las letales fieras salvajes tenían pinta de dormir con los dientes metidos en un vaso y las trapecistas fueron bautizadas, en un lapsus delicioso de mi compañero, como tropecistas. Cuando el hombre bala Maverick fue disparado con un cañón y desapareció en la oscuridad a través de un agujero en la red, a nadie pareció importarle demasiado.

Todo era decadente; pero en cierta manera, hermoso. Aquella gente hacía lo que podía. Resistían con todo en su contra y no aspiraban a más gloria que cosechar una salva de aplausos dispersos y encender algunos ojos infantiles como ascuas líquidas.

Terminaron con un número musical que hacía que te apeteciera probar el cañón de Maverick. Cuando salimos, nos detuvimos a saludar al payaso, que fumaba junto a los remolques con una de las tropecistas. Sentimos entonces que el suelo temblaba. El hombre bala regresaba recostado en la trompa del elefante, con el casco en la mano y la ropa llena de polvo. Al llegar junto a nosotros nos sonrió y se encogió de hombros. Luego se acercó al payaso para pedirle fuego.

Dejamos el informe en la mesa del sargento: Todo en orden. Buena gente.