Tal como anunciaba el sábado pasado, abundo en el tema que dejaba entonces esbozado, y para ello me sirvo de la voz de dos amigas y extraordinarias poetas, de entre las muchas que han poetizado el abrazo: la catalana Paquita Dipego y la madrileña Ana Montojo.

De la primera, me sigue conmoviendo la fuerza de las imágenes en su poema Abrazo (Noches Nómadas, Vitrubio 2017): «Un cuerpo abrazado a otro cuerpo/ es un acomodo de pájaros en el nido [€] es rechazo indefinido de la muerte,/ es un hallazgo y choque con la vida./ Cuando dos cuerpos topan y se abrazan,/ a poder ser desnudos,/ de ropa y de rubores,/ los relojes debieran averiarse/ para que el tiempo fuese un simulacro».

Nada como abrazar al ser querido, cualquiera que sea la naturaleza de la relación amorosa. Incluso cuando los que se abrazan son amantes, predomina por encima del erotismo la complementariedad y el apoyo mutuo. Sentir el latido de otro pecho junto al nuestro es un plus de intimidad y cercanía.

Hay una palabra de origen náuhatl en nuestro vocabulario que recoge esa idea: ´apapacho'. La RAE la define como «palmadita cariñosa o abrazo». Los mexicanos lo hacen más poéticamente: apapachar es abrazar o acariciar con el alma. Es un abrazo que va más allá de lo físico. Etimológicamente apapacho deriva de la voz náhuatl ´patzoa' (apretar), relacionada con ´apachurrar', que la RAE incluye como sinónimo de ´despachurrar'. Y es que algunos abrazos literalmente despachurran. Personalmente no concibo el abrazo fingido, aunque naturalmente también los haya. Me es más fácil con el beso, muchas veces de compromiso, o esa mano floja que a veces te tienden, tan distinta al apretón de manos cordial, que se siente. Pero el abrazo...

Me declaro voyeur de abrazos. Me contagia alegría observar los de bienvenida en estaciones de tren o aeropuertos, y no puedo dejar de sentir cierta congoja en los que se intuyen de despedida, de los que nunca se sabe si será definitiva, aunque normalmente no pensemos en ello sino a posteriori, como Ana Montojo refleja tan bellamente en La última vez (Plantas de interior, Cuadernos del Laberinto 2012):

«Cuando nos despedimos/ ninguno de los dos imaginábamos/ que era la última vez./ Nos dijimos adiós igual que siempre,/ con un poco de prisa y un abrazo/ que nada hacía pensar que fuera póstumo./ Si hubiéramos sabido que era el último€».

En Abrazo (Florida Verba, Dokusou 2017) me refiero al abrazo como ese lugar «donde sincronizarse con el mundo», y es que a veces ya no es que sea necesario, sino que se antoja imprescindible. Tanto que me ponen la piel de gallina las palabras que siento como oraculares y premonitorias de Jodorowski: «Un día alguien te va a abrazar tan fuerte que todas tus partes rotas se juntarán de nuevo».

Recientemente una tosca figurilla de terracota neolítica de Sesclo (Tesalia) en la que se distingue una mujer sentada con un niño en brazos, kourótrofos anticipo de la iconografía de las innúmeras Madonas sedentes con el Niño, y, antes, de la diosa pagana Cibeles con su paredros, me inspiró un poema de amor hacia mi madre:

«Hace siete mil años, en Sesclo,/ las madres abrazaban a sus hijos/ para protegerlos./ Hoy, para protegerla,/ yo no debo abrazar a mi madre/ pero la abrazo (y rezo),/ la beso (y rezo)/ -ella no podría entender/ las razones que lo desaconsejan,/ como no comprende/ las que nos obligan/ a privarla del pan y la sal».

Hace unos años, para festejar el Día del Libro, escueladeescritores.com, tuvo la iniciativa de convocar un concurso en el que los participantes debían enviar la palabra que más bella les pareciera junto con una breve explicación de los motivos. Muchos fueron los que escogieron ´abrazo', deduzco que por cuestiones semánticas, aunque también aducían razones de otro tipo, incluso fonéticas. Escojo, no al azar, la respuesta de un participante español de Allariz:

«El abrazo te acoge, te rodea, te llena de calidez. Empieza con la letra inicial, la \»br\» te hace estremecer, la \»a\» y la \»z\» te pasean por todo el alfabeto».

Paseo por el alfabeto y por los afectos el que nos proporciona el más empático y universal de los gestos humanos, que nos resetea el espíritu y nos convierte en férula portadora de energía vital transferible, con la calidez del cariño y la ternura.

Que vivan los abrazos, y más que nunca ahora que están obligados a hibernar, o que, en un amago de audacia, nos asaltan con unas ganas locas difícilmente reprimibles de enlazar nuestros brazos a otro ser sintiente: «Sólo soy ese instante adormecido/ en el cálido abrazo del presente», dice Ana Montojo en El presente (Op. cit.).

Confío en que pronto deje de ser un asunto puramente teórico y se pueda pasar a la acción. Selectivamente.

Profesora de Filología Clásica de la Universidad

de Murcia