Estudié en un instituto público del centro de Murcia con muchos compañeros con inquietudes políticas a los que siempre parecí una facha. No parece que sea especialmente meritorio serlo en esta Región, la única de España en la que Vox es la fuerza más votada. Pero ahí estaba yo en los 2000, creyendo que ser joven y de derechas era una incongruencia que me hacía gracia representar porque entendía que ser rebelde era diferenciarse de los demás. Aunque fuera para mal, claro, como parecían creer ellos.

Más allá de mi propia historia, que es irrelevante y aburrida a todos los efectos, lo importante era la cámara de eco en la que me encontraba. La burbuja, si prefieren denominarlo así.

La corriente mayoritaria de un centro de enseñanza pública, con alumnos residentes en la capital de provincia cuyos padres eran cuanto menos de clase media, era abierta y orgullosamente de izquierdas. Todos los que se significaban lo eran, sin excepción. Tampoco es que fuera muy posible decir lo contrario sin arriesgarte a que te llamaran nazi, claro. Pero el efecto que provocaba era ése: el del silencio.

Cuando uno se encuentra en un entorno en el que una aparente amalgama social opina de manera inequívoca en una dirección, el discrepante tiende a callarse si no piensa lo mismo que la turba. Si en un colegio los niños repiten hasta la saciedad que los del PP son unos ladrones, un chaval cuyo padre sea militante obviará comentarlo por miedo a la represalia. La valentía de manifestarse contra los demás, o de soportar siendo niño que te llamen franquista por tenerle cierta simpatía a ese señor con barba que parece llamarse algo así como Rajoy, era una actividad de riesgo sólo al alcance de los felizmente inconscientes. Las consecuencias que tenía aquello, mejor ni lo comentamos.

Esta burbuja social de un colegio del centro de Murcia, en un entorno en el que si el PP presentaba en esta Región a una cabra como cabeza de cartel tenía garantizada una mayoría absoluta obscena, es básicamente equiparable a la que uno puede leer en redes sociales hoy en día. Huyendo de los militantes que actúan en masa, los influencers tuiteros murcianos son esencialmente de izquierdas. De entre los periodistas más conocidos, la mayoría también.

Por eso, cuando uno sólo ve que sus compañeros odian fervientemente a la derecha, y aquellos que se manifiestan en público sólo lo hacen para criticar al Gobierno y sus acciones, resulta cuanto menos sorprendente que una encuesta como la del Cemop diga que somos más de derechas que nunca, que hay más votantes de PP y Vox que en toda España, y que los murcianos estamos esencialmente orgullosos de la gestión de la pandemia. Que haya datos que confirmen que la mayoría silenciosa en el caso de la Región aplasta con toda su fuerza a la minoría ruidosa es llamativo para ellos, pero es lo lógico para nosotros.

Mientras los agitadores de izquierdas sigan catalogando a todo aquel que discrepa de ellos como un nazi irredento (antes a Rajoy, después a Rivera, ahora a Abascal), seguirán consiguiendo que todo aquel que no opina como ellos se convierta automáticamente en su adversario más fiel.

Porque aunque mucha de esta turba murciana no lo sepa, nosotros no es que estemos orgullosos de ser de derechas: es que lo que nunca seríamos, ni aunque nos amedrentaran, es de izquierdas. Que por nadie pase.