El vestíbulo de la comisaría se llenó de agentes. El sargento Doyle regresaba de su convalecencia y todos queríamos darle la bienvenida. Era un homenaje que reservábamos a los que volvían del taller de extracción de plomo. A los novatos nos hicieron formar un pasillo junto a la puerta. Los veteranos se colocaron al fondo, a tiro del cajón de las cervezas. Estábamos impacientes por comprobar cómo estaba el sargento, que no había admitido visitas en el hospital. El viejo lobo prefería lamerse las heridas en solitario y aprovechar el tiempo para leer a John D. MacDonald mientras saboreaba el whisky de treinta años que le facilitaba un doctor amigo de la causa.

Cuando entró cojeando, todos aplaudimos y él lo agradeció amenazándonos con el bastón. Lo vi más viejo y gastado. Sentí sus huesos crujir como las cuadernas de un navío añejo. No eran sus primeras heridas; el sargento llevaba su historial escrito en braille sobre la piel.

Alguien le contó que el autor de los disparos había sido detenido poco después del tiroteo y ya contaba minutos en el hotel de las noches largas. No pareció interesado en los detalles. En lugar de ello, se encogió de hombros y caminó con esfuerzo hacia su despacho. Salió cinco minutos más tarde; de uniforme, sin bastón y con los colmillos abrillantados. Miró alrededor. Fijó la vista en mí.

—Coge un coche, novato —dijo mientras caminaba arrastrando la pierna herida—, vamos a dar un paseo.

Estuvimos de patrulla toda la tarde. Recorrimos los peores rincones, ahuyentamos a tipos que lucían rostros de hiena. Identificamos a todos aquellos cuyos nombres conocíamos mejor que los nuestros. Nos dejamos ver allí donde nuestra llegada era tan celebrada como una enfermedad venérea.

Poco a poco, el aire del distrito fue adquiriendo una textura diferente. La presencia de Doyle en la calle, apenas unos días después del tiroteo, enviaba un mensaje nítido. Cada minuto en servicio le hacía parecer más joven. Regresaba a su sitio en el mundo.

Cuando le dejé en la comisaría, se bajó del coche de un salto. Yo me quedé un instante allí, observándole caminar.

Me di cuenta de que ya no cojeaba.