Cuántas veces me llevas, Memoria de mi existir, a aquellos tiempos, cuando el mundo era, para mí, inmenso, desconocido y veía las cosas desde una altura mucho menor. Los grandes charcos después de la lluvia se convertían en improvisados diques o presas, de cuya obra se encargaban amiguitos de escuela que ahora serán, por lo menos, ingenieros de obra civil. El mundo era muy grande, casi inabarcable.

Los niños de escuela no entendíamos las noticias, y la geografía era más una cuestión de imaginación que de escala. Soñábamos despiertos y con pocos años habíamos recorrido ya cada uno de los parajes del globo, éramos auténticos aventureros y exploradores. Cada país parecía asociado a un paisaje, a una forma de gobierno, a una población característica y a un idioma exótico. El Oeste americano tenía desiertos, colonos y tribus guerreras; la India tenía gentes que quemaban vivas a sus viudas y rendían culto a las vacas. China tenía opio y combatientes que asaltaban embajadas durante cincuenta y cinco días en Pekín; en África se escondían valiosos tesoros, ocultos desde los tiempos del buen rey Salomón. Francia tenía sabios y escritores, maquiavélicos cardenales y mosqueteros. España moros, soldados y bellas judías; Italia humanistas, políticos atrevidos y mujeres cultísimas. Los rusos tenían valientes mensajeros, esforzados y sin igual, capaces de dar sus ojos por el zar; y los tártaros eran guerreros formidables. El reino animal era igualmente fabuloso e inquietante. Ocultos en las selvas del Brasil vivían legiones de hormigas nómadas que amenazaban el rosario de plantaciones y cultivos que allí se habían atrevido a colonizar y profanar la floresta profunda.

llegaba, en no pocas ocasiones, lo sabes bien, Memoria viva de mi vida, cuando la navidad se acercaba. Entonces era el momento de poder elegir algún libro de aventuras, preferentemente de entre aquellas novelas extraordinarias de la editorial Bruguera. La visita se hacía religiosamente a la librería del pueblo, regentada por una pareja que para mí, niño como era, me parecían más ancianos que Filemón y Baucis, pero que siendo mayores, no eran desde luego los ancianos antediluvianos que yo imaginaba.

Acompañado, más bien escoltado, por la benéfica presencia de la madre, ponían sobre el mostrador de madera algunos libros de tan bella colección. Solo podía elegir uno, porque que en aquellos tiempos de mi infancia los niños no dictaban sus caprichos de manera tan evidente como ahora, y era necesaria, para lograr salir venturoso en la cacería de regalos, constancia muchas veces y resignación otras. Pero entre que se resolvía el lance? ¡Qué embriagadora visión de ilustraciones, colores y rótulos! Protegidos en una funda, aquellas maravillas olían a tinta recién impresa.

Tanta belleza sepultaba los periódicos locales, y hasta los eternos lectores que pasaban a comprar su ejemplar parecían deleitarse por aquellos espejismos, aquellas invitaciones a soñar, y cesaban por un momento en su afán de buscar noticias.

Toscamente, como se podía, se pronunciaban los nombres de Walter Scott o de los Erckmann-Chatrian. Así iban apareciendo lugares de remoto encanto, islas de piratas, paisajes nevados y ejércitos en retirada, dramas grandes de la historia de la humanidad. De aquellos días, eran las obras de Julio Verne las más caras a mi corazón. De repente podía ser un capitán de quince años a bordo del Pilgrim o conocer el destino del capitán Nemo y su legendaria nave Nautilus en una isla misteriosa, mientras agrandaba la imagen del mundo durante un viaje fantástico que duraba mucho más de ochenta días.

sobresalía una especialmente. La formidable novela Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África Austral, donde una expedición científica anglo-rusa descubre a través de periódicos atrasados, que ha estallado la guerra de Crimea. Pese a ser técnicamente enemigos, incomunicados en medio de un territorio hostil, los integrantes de la misión actúan hombro con hombro en busca de una salida segura. De la desconfianza inicial nace una camaradería y una amistad que sobrevivirán a las fuerzas primordiales de un África irreductible y primigenia de un lado, y al poder destructor de la guerra. La causa de la humanidad se levanta gracias al conocimiento y al amor por una tierra llena de belleza y de peligros por igual. Los ecos devastadores de una guerra lejana no silencian la fraternidad.

Ideales que con dificultad llegaron, Memoria mía, a la vida adulta; disimulados y ocultos, para estar a salvo de miradas cínicas de superioridad. A veces, cuando paso los ojos por los viejos estantes donde guardo aquellos libros, al abrirlos de nuevo, los antiguos colores brillan y embrujan de nuevo. Son los sueños de una infancia lejana que vuelven solo por un momento, los ideales de un mundo que solo existió por breves instantes, pero lo bastante intenso para llenar la vida de un adulto. Y soportarla.

Profesor de Historia Antigua

de la Universidad de Murcia