Cuando yo era pequeño, hace miles y miles de años, en Navidad, a alguna gente de la más pobre de las ciudades se les daba una tarjeta con la que podrían conseguir ´una bolsa de Navidad'. Para recoger la comida, había que ir a un sitio (en Cartagena, a la Casa del Niño) donde se hacía cola y, cuando tocaba, entraba la mujer necesitada (siempre la mujer, quizás acompañada por algún hijo pequeño) y se encontraba con una serie de puestos donde estaban unas señoras muy arregladas y con señas de poderío económico. La pobre iba pasando por los puestos y en cada uno le daban algo: un trozo de carne, unas patatas, unas frutas, etc., y ella iba diciendo ´el Señor se lo pague' a cada una de ellas, al recibir la cosa.

Pero, para conseguir esa tarjeta, había que conocer a ´alguien', a una de esas señoras que pertenecían al ´Ropero', o a alguna asociación dedicada a la caridad cristiana, o a alguna esposa de un concejal o autoridad competente. Es decir, había que tener algún contacto que pudiera hacer tráfico de influencias para que le dieran la tarjeta. Pobres había a mantas y bolsas de comida pocas, así que solo los que tenían enchufe, aunque otros fueses pobres como ratas, conseguían su bolsa. Cuando la agraciada volvía a la calle donde vivía, las vecinas, que no tenían esos contactos en las alturas, le pedían que les enseñara lo que le habían dado a la afortunada y le preguntaban cómo había conseguido la tarjeta: «Me la ha dado una señora muy buena. Voy a su casa una vez por semana a fregarle los suelos de rodillas porque la criada que tienen es muy vieja y ya no puede hacerlo. Ella ha hablado con su prima, que es la mujer de un concejal, y me la ha proporcionado, el Señor se lo pague», contaba mientras que las otras la miraban con envidia por no tener esas relaciones de tanta alcurnia.

Seguro que ustedes, al leer esto, habrán pensado: «Este ha visto Plácido», la película de Berlanga, y es verdad que la he visto, pero también he visto lo que arriba les cuento. Y he visto más cosas a lo largo de mi vida, algunas realmente tremendas, pero que ahora no vienen al caso.

Y, ¿por qué escribo esto hoy? Pues porque he escuchado esta mañana a dos hombres que esperaban en la cola de la panadería y uno de ellos decía: «Esto del ´vacuneo' se está poniendo como tó, el que no tiene padrino no lo bautizan. ¿Es que tú te crees que solo habrán vacunado a los de la consejería de Salud y a esos alcaldes? Estoy seguro de que hay políticos que habrán hecho que vacunen a sus padres, o a una prima que está mala, o vete tú a saber. Y nosotros aquí, esperando a que nos toque. Mi hijo fue al colegio con uno que es ´consejal' y voy a decirle que lo llame a ver si vacunan a mi mujer, que está muy delicá, la pobre».

O sea que estos casos que se han dado de tarjetas de Navidad de vacunas no solo han conseguido el rechazo más absoluto de los ciudadanos, sino que también nos han llevado a pensar todavía peor de los que ´tienen mano'. Los que ya somos mayores estamos muy mosqueados con el Covid porque sabemos que, si nos toca, tenemos bastantes posibilidades de irnos al otro barrio. Ya desconfiábamos mucho de los políticos, pero todo este trajín de los enchufes y el tráfico de influencias los ha dejado más a los pies de los caballos y quizás algunos no se lo merezcan. Incluso respetando a algunas de las personas que se han vacunado saltándose la cola, no tiene defensa posible el hecho de que lo hayan hecho, y cada vez que un compañero de partido o de lo que sea sale a hablar bien de ellos, lo único que consigue es echar más porquería al cazo, al cazo general de los que detentan el poder y que piensan que estos hechos podrían ser perdonables. Porque no lo son.