Tuvo que descender a la ribera del Po, a la altura de Rimini, la literatura para alcanzar la grandeza de tiempos anteriores. Habían pasado más de mil años desde que Virgilio mandase quemar su Eneida a su llegada al puerto de Brindisi. Sus amigos, entre los que se encontraba el emperador Augusto, desoyeron la petición y el libro vio la luz. Después transcurrieron los siglos. Se olvidó el latín, como la mayoría de las cosas importantes de la vida, y aquel libro que se salvó de las llamas pasó de monasterio en monasterio, con copias hechas a mano en piel de carnero. Alguna debió de llegar a Florencia, por aquel entonces una ciudad de mercaderes, y un aspirante a político la tomó con el celo de los buenos lectores y se la aprendió de memoria. De esta forma va surgiendo la literatura, inundando las grietas del azar, imponiendo su tiranía y sobreviviendo al fuego, a la incultura, a las invasiones, a la guerra y al olvido. Sin importar los siglos. Abriendo camino entre los bosques y los desiertos. Llegando a la desembocadura del Po para volver a erguirse.

Se llamaba Dante el hombre que a través de sus tercetos encadenados invocó a Francesca de Rimini y Paolo Malatesta a leer un libro mientras el río seguía su curso hasta morir en el Adriático. Le acompañó en el viaje Virgilio, el poeta latino que había fracasado en su intento de quemar su legado. Este, coronado de laurel como el mayor poeta que jamás haya existido, le enseñó el mundo de los muertos, de los pecadores y de los buenos cristianos. Le mostró con todo lujo de detalles las formas más despiadadas de castigo y la belleza de los astros, rodeados de ángeles. El camino de Dante es también la senda de la Humanidad, en su condena y en su hermosura. El bosque en el que se adentra el hombre para confundir sus pasos.

No ha habido nunca infierno más eterno que el escrito por Dante Alighieri y geografía más imaginada que la de los nueve círculos. La Divina Comedia es un libro de libros. En él caben todos los temas y todos los estilos. Aspira a ser un compendio de la Edad Media y la supera de tal forma que señala el camino al Humanismo. Hay un punto de inflexión en el ámbito cultural con la escritura del florentino y su legado fue tan importante que le dio sentido a un país dividido en decenas de estados, repúblicas y monarquías, y dotó de vida a una lengua, la toscana, que con el devenir de los años se convertiría en el italiano. Y fue gracias a él. La importancia de su obra es tal que bastaría con mirar la producción literaria en el resto de Europa a principios del siglo XIV. El infierno fue escrito treinta años antes que El Libro del Buen Amor, siendo dos obras que parecen pertenecer a época distintas.

Pero volvamos a la ribera del Po y al Canto V. Es el momento literariamente más logrado de todo el poema. Dante está en el segundo círculo del Infierno. Virgilio le explica que han entrado en el lugar donde los pecadores cumplen penas por su lujuria. Se trata de aquellos que han muerto habiendo cometido pecados relacionados con el deseo desenfrenado. Salen a su paso cientos de parejas que lloran y se estremecen. Se encuentran con Cleopatra, Aquiles, Dido, Helena y Paris. Todos ellos prisioneros del amor carnal. Ha leído sus testimonios en los libros y no se detiene en ellos. Sigue descendiendo hasta escuchar el rumor de dos palomas que vagan por el cielo. El sonido le estremece. Son las almas de Francesa y Paolo. El poeta florentino le pregunta a Virgilio por su identidad y el alma de la joven chica suspira con enorme pesar.

Se inicia aquí un fragmento intenso y sorprendentemente moderno. Toma la voz Francesca ante la necesidad de contarle a Dante el mal que la ha conducido a su muerte y a la de su amado. Pero no es Paolo el que adquiere protagonismo. Este es un alma más que divaga por el aire y cuya importancia enmudece ante el discurso de Francesca. Primero se lamenta de haber sido condenados al infierno y haber traicionado a Dios, ellos, que eran devotos cristianos. Sin embargo, hubo una causa superior que los obligó a pecar. Es el amor, esa fuerza que una vez que es conocida por los amantes ya no puede abandonarles nunca. Incluso tras la muerte, Francesca admite que se siguen amando, aunque ese amor haya supuesto un pecado capital y contradecir los dictados de Dios. Aunque la causa de su mal les haya provocado la condena, su amor es más grande que el castigo. No se equivoca Dios, pero entienden su pecado como la única forma de existir. Amándose.

Dante se conmueve por los sentimientos de Francesa. Pero quiere saber más. Le pide que le narre cómo fue el encuentro que los perdió. Entonces ella le describe aquel día en el que acudieron a la ribera del Po a leer. El libro hablaba de la desdicha de Lancelot por no poder amar a Ginebra. Paolo y Francesca cruzan sus miradas y viven el romance literario con pudor. Pero en un punto concreto los ojos saltan del libro y se cruzan sus miradas. Se detiene el tiempo y la literatura cobra vida. Paolo, temblando, besa en los labios a Francesca y la lectura queda suspendida para siempre. En ese instante, Paolo eleva sus lamentos y Dante se siente tan apenado por lo que ha contado que, compadeciéndose de su dolor, se desmaya.

La historia del asesinato de los amantes se popularizó en Italia. Gianciotto Malatesta mató a su mujer, Francesca, y a su hermano Paolo al descubrir su romance. Pero lo novedoso, lo realmente moderno del fragmento es cómo Dante se identifica con los amantes, que si bien son pecadores y están condenados al Infierno, han disfrutado en vida (y el eco de su amor los acompaña tras la muerte) de algo que él mismo jamás pudo alcanzar: el amor de su amada Beatrice.

Se cumple este año el séptimo centenario de la muerte del poeta florentino y los lamentos de Francesca siguen conmoviendo a las generaciones de lectores que se asoman a la Ribera del Po. El hombre que le dio forma al infierno y al cielo, y que los unió por su amor a Beatrice, murió lejos de su ciudad natal, en Ravenna, desterrado durante los últimos veinte años de su vida. Allí escribió La Divina Comedia, en donde no dudó en incluir en los diferentes círculos del Infierno a sus enemigos políticos. A todos ellos los salvó del olvido y los condenó a ser conocidos bajo la sombra de su nombre. Como aquellos desdichados amantes que de tanto leer se quedaron para siempre escritos.