Esta mañana me he despertado como Leonardo DiCaprio en su vuelta a la vida en El Renacido del mexicano Alejandro González Iñarritu. Una película que demuestra que se puede salir de la fosa de la realidad, por muy agobiante que parezca. El miércoles estuve viendo la retransmisión de la coronación de Joe Biden, un gran tipo nacido de una familia pobre y que ha llegado a ser mucho más que el presidente de un gran país: es, pese a su edad, la esperanza siempre joven y renovada.

El mandato de Trump y todo eso nos parece ahora como un mal sueño, una mala decisión de los votantes americanos de hace cuatro años que demuestra lo falso que es lo de que ‘el pueblo nunca se equivoca’. El pueblo se equivoca mucho, como se demostró en aquellas masas enfervorecidas que apoyaban a dictadores sanguinarios como Hitler. No vayáis a pensar que vengo a defender aquí lo de ‘todo por el pueblo, pero sin el pueblo’, sino a confesar que hoy me siento aliviado.

Sé que no va a ser fácil, quedan muchos trumpistas, intolerantes, negacionistas y forofos descerebrados. Sé que lo que le espera a este planeta no es un camino de rosas, que estamos pasando por una pandemia y una crisis inmensas, pero no me negaréis que hoy la cosa pinta un poco mejor y que muchos habréis sucumbido al dispendio de esbozar una cierta sonrisa. No seré yo quien diga que ‘la cosa marcha’, pues soy consciente de que el mundo no prospera, sino a ratos, y de que a veces sufre grandes retrocesos.

La literatura, la radio, el cine, el teatro, las canciones, las series de televisión… nos pueden enseñar, como los documentales de La 2, mucho más de lo que podríamos imaginar y, sobre todo, mucho más de lo que nos muestran las redes sociales, en las que crecen algunas flores, ciertamente, pero sobre demasiado estiércol. No hay libro tan malo que algo no enseñe, que diría Cervantes, y hasta se puede aprender de la personal revisión de la historia de Nieves Concostrina en la SER, de la magnífica serie española El Ministerio del Tiempo y hasta de Star Trek en Netflix. Pues yo, entre otras cosas, aprendo eso: que el tiempo no es lineal, sino que sufre avances y retrocesos y que la humanidad es una insignificancia inmensa que vaga por la inmensidad de los espacios y los tiempos.

Por eso ahora, como siempre, hay quienes se empeñan en ir hacia atrás, sin haber aprendido nada, ni del pasado ni del presente, mientras otros creen que hacia el futuro se va a la fuerza o por inercia, cuando lo cierto es que se va a trompicones y evolucionando. Cambian las circunstancias y sólo de mucho volar, al final nos saldrán alas.

uno de los colectivos que también hoy sonríen un poco más son los científicos. La historia es maestra de la vida, pero la maestra de la historia es, sin duda la ciencia. Después de que el país más avanzado del mundo haya estado en manos del mayor valedor de la anticiencia y mayor oscurantista negador de la verdad, hoy parece que amanece un cielo más despejado para vislumbrar, de nuevo, el sendero del progreso.

Yo, pese a mis estudios de Letras, siempre tuve debilidad por las Ciencias Naturales y, pese a mi búsqueda como creyente, siempre defendí el método científico como nuestra salvación. Soy de los muchos que habría canonizado a Galileo y santificado a un genio creador como Leonardo Da Vinci, que fue un artista y, a la par, un gran investigador, inventor de máquinas e ingenios y enamorado de la ciencia. Lamentablemente no se conoce lo suficiente la obra de Teilhar de Chardin, pero nadie debería, a estas alturas, dejar de reconocer que hay que conjugar ciencia y espíritu. Yo añadiría, incluso, que el espíritu puede perdurar, pero sin ciencia estamos perdidos.

Hay que apostar, con mucha fe, arte y cultura, pero todo a la ciencia. Nos va la subsistencia en ello, la de nuestro mundo y la de nuestra salud. No hay nada más dañino, en nuestros días, que los negacionistas, que son los quemabrujas de hoy, y no hay nada más suicida que negar recursos e inversión a la ciencia. La ciencia ha sido minusvalorada, anatematizada y hasta utilizada como arma, pero si existe algo divino es, sin lugar a dudas, la ciencia al servicio de la humanidad y del mundo que compartimos.

Y como hoy parece que estoy empeñado en poner en valor a La 2, siempre en contra de esos que dicen que «no hay nada digno de ver en ninguna televisión», pues, aparte del cine clásico, el cine español, los programas de cultura y música, etc., quiero subrayar los magníficos espacios que nos hacen aprender con la ciencia y con la historia: Órbita Laika y El Condensador de Fluzo. El formato es muy parecido: un programa dinámico que enseña deleitando, como decía Horacio, en el que, ante un presentador, van pasando unos grandes especialistas (todos menores de 40 años) que traen historias, experimentos y descubrimientos que se ganan el interés de niños, jóvenes y adultos ¿Quién dijo que la historia o la ciencia eran aburridos? Experiencias y programas como estos, o como los de música y arte del gran Ramón Gener, me hacen ver que hay una salida divertida que puede competir con el enganche de los jóvenes con los videojuegos.

Tengo la suerte de ser amigo y compañero en asociaciones culturales y de defensa del patrimonio de Pedro Huertas, arqueólogo e historiador que tiene una estupenda página en las redes que se llama «Roma no se hizo en un día». Con él he estado hablando hoy de El Condensador de Fluxo, programa que me fascina tanto como los suyos, no en vano, entre sus creadores y colaboradores hay muchos amigos y compañeros suyos de carrera: gente joven y preparada, doctores en historia ligados a la Región de Murcia, como el profesor de la UMU Ignacio Martín Lerma, colaborador de LA OPINIÓN, o Carmen Guillén.

Más ciencia, por favor y siempre poesía, claro, que lo que más me gustó de la ceremonia de Biden fue la intervención de la jovencísima poeta Amanda Gorman. Ella nos dijo que «la victoria vendrá de todos los puentes que construyamos». Un puente es equilibro, es viaje, es pura poesía, arte, ciencia e historia, porque es un puente hacia los demás y hacia el futuro.