La literatura no puede ser asunto de la vida de una mujer» fue la respuesta que recibió Charlotte Brontë del poeta británico Robert Southey cuando le envió una selección de sus poemas para pedirle su opinión. Afortunadamente ella ignoró su comentario y siguió escribiendo.

La literatura, uno de los medios más eficaces donde reflejar las inquietudes de cada cultura y de cada generación, era una actividad inadecuada para las mujeres, un territorio marcado por los hombres desde hacía muchos siglos e iba a resultar difícil que otra ´especie' pudiera entrar en él.

Durante siglos las mujeres han reclamado la lectura y la escritura como formas de satisfacción y perfeccionamiento personal. A menudo se las criticaba por leer; se condenaba el estudio porque no era femenino, pero también la lectura frívola porque era considerada una prueba de pereza, una forma de eludir los ´trabajos femeninos'. De esta manera se las mantenía alejadas de la literatura, de la cultura, del acceso a la educación, a todos los espacios propiedad de los hombres.

Aun así, siempre hubo mujeres rebeldes con capacidades y entornos más o menos propicios que defendieron abiertamente la causa de las mujeres y quedaron encuadradas en la conocida ´Querella de las Mujeres'.

Las convenciones sociales sobre el adecuado comportamiento femenino y los límites y reglas que los hombres de letras, censores y críticos habían establecido respecto a los géneros, temas y el tono que se debía adoptar, forzaron a las mujeres que querían escribir y publicar a utilizar diferentes estrategias para colarse en un mundo que había alimentado el mito de la inferioridad femenina y de su falta de talentos.

Así, en la España del XVIII se esperaba de las escritoras una actitud humilde e incluso reticente a hacerse oír por lo que solían manifestar en los prólogos de sus obras que escribían ´por mandato', contra sí mismas, obedeciendo las indicaciones de las autoridades eclesiásticas o de Dios. Debían hacerse perdonar el uso de la autoría al escribir, por acometer empresas que excedían de sus talentos.

Pero, cuando a partir del XIX aparecieron nuevos géneros literarios y se produjo un crecimiento del público lector, el alcance y la influencia del escritor aumentaron, la escritura se convirtió en una forma de proyección pública que podía conllevar fama y reconocimiento. Al escribir para el público, algunas mujeres cuestionaban las opiniones aceptadas sobre la conducta femenina y reafirmaban su derecho a hacer sus propios juicios morales y a ser fieles a sus sentimientos y no a las convenciones sociales. Sin embargo, lectoras y escritoras fueron víctimas por partida doble del negocio editorial: por un lado, no se les consentía otra lectura que no fuese la de los libros piadosos o de educación familiar; por otro, escribir literatura de ficción, ensayos o crónica política estaba reservado a los hombres, que controlaban el mundo de la escritura.

En muchas ocasiones, cuando las mujeres mostraron su interés por leer y escribir literatura de ficción fueron ridiculizadas o condenadas. Fue el caso de Elizabeth Gaskell, quien después de publicar de forma anónima y con éxito su primera novela, sufrió el ostracismo social y la condena de la prensa tras publicar en 1853 Ruth, una novela protagonizada por una madre admirable por su tesón y valentía, pero soltera, nada aceptable para la sociedad inglesa de la época. Algo parecido sucedió con Caterina Albert, que después de las críticas y la polémica generadas por su monólogo teatral titulado La Infanticida, decidió seguir escribiendo bajo el pseudónimo de Víctor Catalá. No pareció decente que una mujer contara la historia de un infanticidio.

También Carmen de Burgos, Colombine, sufrió los insultos de algunos de sus contemporáneos por internarse en su territorio; y después, el olvido, el silencio, pues no fue hasta 1976 cuando se publicó en España la primera biografía sobre esta mujer considerada la primera periodista profesional de España.

Algunas escritoras se vieron obligadas a publicar bajo anonimato como Jane Austen, quien firmó su primera obra con ´By A Lady', sin ocultar su identidad femenina; otras, a usar un pseudónimo masculino para protegerse de los prejuicios, como las hermanas Brontë; para no ofender a sus familias, como fue el caso de la poetisa alemana Annette von Droste- Hülshoff y, en definitiva, para dedicarse a lo que deseaban y abrirse paso en el mundo editorial.

Mary Ann Evans decidió ser George Eliot no solo para que sus obras fueran tomadas en serio por el púbico y la crítica sino también para diferenciarse de otras escritoras inglesas que escribían ´novelas tontas' (Silly Novels by Lady Novelists).

Muchas fueron las escritoras que ocultaron su verdadera identidad detrás de pseudónimos como George Sand o Fernán Caballero; de iniciales, como P. L. Travers o A. M. Barnard.

Seguramente, no todas tendrían las mismas razones, no todas compartían los mismos entornos, pero lo que sí es evidente es que todas consiguieron ser protagonistas de la literatura, un territorio vedado. El uso de un alter ego les facilitó la libertad de expresión y puede considerarse un acto de rebeldía, un paso hacia el empoderamiento femenino. Pero, por otra parte, se arriesgaban a ser invisibilizadas, ocultas tras un nombre extraño y, además, al usar un nombre de hombre estaban aceptando que la escritura requería de una condición masculina.

La iniciativa de Seix Barral de publicar algunas de las grandes obras de la literatura con los nombres reales de sus autoras, tachando en portada el pseudónimo, ha sido bien acogida por las personas que han visto en ella un gesto de justicia simbólico. Por otra parte, estos nombres elegidos por estas escritoras forman parte de la historia y de un tiempo difícil para las que querían ser ellas mismas y no podemos saber si ellas querrían ver sus nombres en las portadas. Algunas, después de conocerse su identidad real y de haber tenido sus obras una gran acogida, continuaron firmando con los nombres que les había dado poder e influencia.

Desgraciadamente, el panorama literario actual todavía nos muestra que las autoras tienen que luchar contra los prejuicios sexistas y la parcialidad. Numerosos estudios han analizado la proporción de escritoras que están siendo publicadas por las mayores editoriales, los libros ganadores de los grandes premios literarios, las reseñas de libros escritos por mujeres y por hombres en medios especializados, etc, y todos llegan a la misma conclusión: todavía persiste el modelo de literatura universal de hombres blancos que escriben sobre y para hombres blancos, que se sigue considerando una literatura culturalmente superior.