Nunca quedará lo suficientemente claro el límite entre vida y literatura, entre realidad y ficción. Porque la literatura, entendida como extensión premeditada de la imaginación, proviene de la propia vida, se nutre de ella y acaba de algún modo moldeándola y participando en ella, en un proceso simbiótico en el que tanto literatura y vida se retroalimentan, se complementan y se redefinen mutuamente. Incesantemente. La vida es fuente de inspiración para el escritor, es inevitable. E, inversamente, la literatura acaba conformando e influyendo en el propio mundo extraliterario del que proviene. Los libros son espacios porosos que, en la mente del lector, se constituyen como puentes, umbrales bidireccionales entre la realidad física y el universo ficcional.

La literatura de ficción y la poesía son actividades límite, ´deportes de riesgo' que hacen uso de un lenguaje distinto al habitual para dar cuenta de ese otro mundo que son los sentimientos, lo incognoscible, lo inenarrable, lo etéreo, lo imposible, lo imaginario. Los sueños, la imaginación, la memoria, la locura medida, el amor, los viajes mentales. Todo un cúmulo de imágenes y voces que se disolverían en la noche del olvido si no fuese porque los viejos aedos y los nuevos narradores han cantado o han grabado sobre el papel en forma de gestas o cantos, leyendas, relatos, crónicas o artículos de periódico. La literatura al final es el testimonio de nuestra vida mental, es la crónica oficiosa de nuestros sueños, y gracias a ella se conservan nuestros más viejos delirios y fantasías. La literatura es una radiografía de nuestra imaginación.

La Biblia, concretamente en el Evangelio de San Juan, anuncia que «la verdad os hará libres». En realidad, es la ficción la que nos hará libres. Sin imaginación, sin exaltación del mundo onírico, sin fantasía que decore nuestra prosaica existencia nunca habrá una liberación total. Sin ficción nada tiene sentido. La realidad, de hecho, cobra sentido porque existe ese otro mundo especular de ficciones en el que nos reflejamos a diario.

El niño no necesita la literatura porque su mundo es totalmente fantástico. Cuando comenzamos a crecer, a envejecer, la rutina nos aleja de esa evanescencia infantil que nos impelía a recrear una especie de mundo inmersivo en el que todo era posible.

La vida adulta (adulterada de excesiva realidad y compromisos con las miserias materiales) nos obliga a relegar la imaginación. Esta deja de ser una virtud para convertirse en un estorbo poco pragmático e inservible. La oficina acaba sofocando al díscolo Peter Pan que habita en nosotros, al quimérico Quijote en busca de molinos, y lo sustituye por un más terrenal Sancho. Las sociedades primitivas viven el mundo de los sueños con total naturalidad. Los occidentales, sin embargo, hemos demonizado los sueños y los hemos relegado a la noche. Nos alejamos de la hoguera primigenia en la que se cantan epopeyas.

¿Hacia dónde nos dirigimos? El fin del mundo no es un apocalipsis sin aire ni árboles. Es un distópico escenario en el que nadie lee ficción, un mundo en el que tan solo exista la realidad que arde a 451 grados Fahrenheit.