En Bearn, imaginaria propiedad de montaña, nunca he estado más que con el pensamiento, pero allí he vivido (por decirlo así), horas realmente memorables. A través del ciclo de novelas creadas por Llorenç Villalonga desfilan una serie personajes y circunstancias que han ilustrado la decadencia de la nobleza balear y su sustitución por nuevas fuerzas sociales emergentes: burgueses, profesionales liberales y visitantes extranjeros. Los restos de una antigua estirpe van apareciendo, a veces de manera irónica, no exenta de melancolía, en Bearn o la sala de las muñecas, Muerte de una dama, Las tentaciones o La novela de Palmira.

El ciclo de novelas muestra la desintegración de toda una élite social, antaño dominante, frente a las fuerzas niveladoras de la Historia. En Bearn, don Antonio, último representante de una época en retirada, escribe sus memorias lejos del ajetreado mundo de la ciudad y sus novedades, encerrado en el campo y desatendiendo cada vez las obligaciones de un mundo que no le gusta, que le desagrada y en el que, para su desgracia, envejece.

En días de asueto y cuando es posible me apetece acudir a aquel lugar, y pensar, como dice su autor, que «no hay más paraísos que los perdidos»; participo así de la melancolía, de la pérdida, del paso inexorable del tiempo y sus consecuencias, del final de las cosas bellas. Contemplo el fin de una clase social que lejos de ser digna custodia del valor, la bondad o la belleza, ha comerciado descaradamente con estos bienes sagrados, gozando de un boato solo aparente, teatral, como para vivir tan solo de las apariencias, del efecto dramático que ocasiona el dejarse ver con las maneras y las ropas, las formas y el tono de voz, amoldable a cualquier situación, para luego, una vez debilitados y avejentados, desaparecer ante el empuje de una nueva generación, peor, más pragmática, más vulgar, marcada ineludiblemente por el éxito de la civilización técnica, y que repetirá los mismos crímenes, errores y disparates, cuando no peores, que la generación anterior.

Me complace ese mundo de sombras, esa peculiarísima variante ibérica del lampedusismo dentro de un pequeño universo en su ocaso.

Mi gozo es mayor al recordar que la vida de Llorenç Villalonga está vinculada en parte a la ciudad de Murcia, pues empezó a estudiar Medicina en esta ciudad, cuando ya escribía bajo pseudónimo en la prensa mallorquina. Sus biógrafos y él mismo dan cuenta de cómo vivió el muchacho balear a la ciudad del Segura, alojándose en el Hotel Victoria, para empezar a estudiar en una universidad por aquel entonces recién creada. Es difícil conocer ahora los detalles de sus experiencias en Murcia, aunque no debieron de estar exentos de esa ironía y vitalidad perceptibles en el ciclo de Bearn. Lo cierto es que no debió de llevar una vida demasiado adusta aquel joven estudiante con aspiraciones a escritor, cuando agentes de la fuerza pública tuvieron que llevarle de vuelta a su alojamiento por haberse quedado dormido sobre la escalinata de una iglesia cercana; o cuando, para mayor humillación, se le negó el paso, por lo inadecuado de haberse presentado, en aquel hotel, por entonces el mejor de Murcia, a deshoras y en mangas de camisa.

Esta visión de su época murciana, vital, juvenil y desenfada parece querer surgir de nuevo cuando en Las tentaciones, la hipócrita Francisca Pérez, vástago degenerado que había llevado una vida artística desvergonzada, a quien el mundo había conocido bajo el nombre artítistico de La Violeta, convertida ahora en la rancia representante de la nobleza femenina de Mallorca, aparece secretamente enamorada de un murciano, de muy mal vivir y con delitos de sangre, que ha aparecido en la isla desempeñando empleos dudosos, y que conoce a la señora desde sus tiempos de cantante. Su inopinada irrupción provoca el miedo inicial de la gran señora por verse delatada y expuesta al escarnio público.

Pero después el temor cede su paso a un tipo de debilidad muy semejante al amor, amor que sin embargo, no le impide delatar al murciano para que fuera detenido y desde la prisión no supusiera ningún peligro para el buen nombre y posición de la antigua belleza de los escenarios. Entre las paredes de su casa, esta hierática representante de la última hornada de los Bearn, parece haber despertado a la vida auténtica de una pasión dolorosa, al cruzar sus ojos con otros que habían contemplado huertos y limoneros, vergeles y tierras bendecidas por el Segura y a la vez castigadas por riadas e inundaciones de amarga memoria.

Me sonrío y me admira el pícaro y asesino, pero romántico y sentimental murciano creado por Villalonga. Mientras tanto contemplo la fachada del Hotel Victoria, caminando por una ciudad, cuya figura acaso el gran escritor aún podría reconocer hoy, con echar la mirada por entre sus antiguos edificios, su noble catedral y su río inmortal.

Profesor de Historia Antigua de la Universidad de Murcia