Este mes de enero ha traído una de las nevadas más copiosas que se recuerdan. Ese aparente manto blanco circunscribe y dibuja nuestra geografía nacional, en casi todas las provincias, creando una envoltura que, en determinadas latitudes, desacostumbramos a ver. Pero, sin lugar a dudas, hay un lugar donde la nieve es casi perenne; una cumbre hermosa, majestuosa y tremendamente seductora que, con su presencia omnipresente, domina gran parte del paisaje de las provincias de Granada y Almería. Les estoy hablando de Sierra Nevada.

Esta ´gran montaña' ha sido testigo de innumerables aventuras y hechos históricos. Ha cobijado a bandoleros, aventureros y soñadores en siglos dispares pero, lo que es menos conocido, es la fascinación que despertó en uno de los mejores pintores de nuestra historia. Ese hombre que descompuso la luz a través de un color riquísimo en matices y que, a la vez, se prodigaba en una aparente y pasmosa facilidad para la creación artística. Me refiero a ese titán que fue el valenciano Joaquín Sorolla Bastida. Conocido es que el pintor recorrió gran parte de la península ibérica buscando temas para sus obras (especialmente tras el encargo para la Hispanic Society de New York). Pero ya un poco antes, en los albores del siglo XX, se lamentaba el artista de que se estuviera perdiendo lo pintoresco en nuestro país (si Sorolla levantara la cabeza). Pero debemos remontarnos al año 1902. Imaginen la Granada modernista, aquella que se iba progresivamente iluminando con la luz eléctrica en sus plazas y hoteles anunciando un nuevo tiempo. Imaginen a un pintor borracho de la poderosa luz mediterránea, henchidos sus ojos buscando lo inmarcesible. Imaginemos a un Sorolla cercano a la cuarentena desnudando con sus pinceles la gran mole de Sierra Nevada.

Paradójicamente, en esa primera visita a la ciudad andaluza, no fue la bellísima Alhambra o el Generalife, ni el entramado arabesco de sus calles lo que conquistó al pintor. Para eso habría que esperar hasta 1909 cuando el pintor sucumbiría a los encantos de la exquisita arquitectura, creando los que son, posiblemente, los mejores cuadros que sobre el palacio Nazarí se han pintado.

Sorolla quedó fascinado en aquella Semana Santa de 1902 por la cumbre nevada, por la dulce herida del sol sobre su helada piel en el amanecer y al atardecer. Sorolla supo ver cómo la nieve se descomponía en malvas y rosas, en celestes, verdosos y pálidos amarillos. Sorolla pintó el blanco de nuestra mente con todos los ricos colores de su paleta. Escribía así a su siempre amada Clotilde: «No puedes imaginarte lo que siento no vinieras conmigo, sobre todo por Granada, la impresión de Sierra Nevada es algo de lo que no se olvida». Y ciertamente no lo olvidó. El pintor volvió en otras ocasiones a Granada y dejó su impronta sobre la gran cordillera fundiéndola en ocasiones con exteriores de la propia Alhambra.

Cuando hablo con mis alumnos suelo comentar que «el blanco no es blanco». Que debemos educar el ojo para poder ver bien y ser capaces de ir más allá de lo que creemos que es real. Sorolla fue más allá sin lugar a dudas en toda su carrera. Ascendió la helada cumbre con la furia y ternura de su siempre sorprendente pintura y dejó, como testigos, a varias decenas de cuadros (hoy repartidos por diversos lugares del mundo) que siguen moviendo a esa pasión con que Sorolla enfrentó la vida.

Es posible que hayan experimentado Sierra Nevada de diversas formas: escalando, corriendo, andando por sus diversos y pedregosos caminos, e incluso la hayan descendido esquiando, pero les puedo asegurar que la experiencia será mucho más rica si se sumergen en los lienzos de nuestro pintor de la luz. Porque Sorolla ascendió a la cumbre desde la distancia de su atalaya pictórica. Desafió el frío con la pasión del color siempre nuevo en sus pinceles, para hablarnos del color de la nieve que estos días parece teñirlo todo a nuestro alrededor, como ocurre siempre allí, en Sierra Nevada.