Recuerdo, como si fuera hoy , una fría mañana de Reyes en la que me sentí la niña más afortunada del mundo. Sus Majestades habían cumplido rigurosamente con los deseos plasmados en mi carta. Esa madrugada habían dejado a los pies del Belén un sinfín de juegos para compartir con mi hermano, cuentos de H. C Handersen y los hermanos Grimm editados en el summum del perogullismo, cuya moraleja no era sino odiar, con el paso de los años a las ´verdaderas princesas' de nariz respingona y veinte kilos de peso, con la única finalidad en la vida de casarse con un príncipe pajizo, rancio y medio escuálido. No podía haber menos rock'n'roll en un cuento.

También se habían currado los de Oriente hacerme llegar el coche de Las Barriguitas y la cúspide de los regalos para una mojigata de 9 años, el Busto de la Señorita Pepis. Ser la única chica entre 14 primos es lo que tiene: todos los regalos feminizados caían en mis manos.

Pero cuál fue mi sorpresa cuando descubrí que bajo el árbol (lo poníamos todo) había otra cabeza de la señorita Pepis que además era para mi vecina, una niña completamente odiosa y marimacho perdida. A ella no le gustaba maquillar ni peinar , su único hobby era apedrear gatos y pegarme un día sí y otro también. Frita me llevaba la muy zorra. Esperé un tiempo prudencial, y cuando me invadió la rabia fui hasta su casa para quitarle las pinturas que por derecho me pertenecían, y me arreó de nuevo. No crean que exagero cuando hablo de su maldad hacia mí (que era yo más graciosa y más bonita que un sol).

Uno de sus muchos atentados fue una vez que se me ocurrió contarle que se me movía un diente; la muy bestia me convenció bajo amenaza para atarme un hilo, recuerdo perfectamente que era rojo, y anudarlo a la reja de su ventana. Una vez me tenía bajo sus redes, me empujaba para atrás hasta que en uno de esos azotes me saltó el diente y de milagro no me rompió tres más.

No se cómo, pero esa mañana salió de mí la mala malísima, la fría y calculadora repleta de esa inquina que sólo aflora cuando tu vida y la de muchos gatos penden de un hilo, nunca mejor dicho, esa maldad justiciera que cantaran Os Mutantes... Conseguí llevarla hasta un edificio en obras cerrado con una puerta de metal y candado. Y sí, hermanas, allí la dejé encerrada todo el día y casi la mitad de la noche. Recuerdo perfectamente que en un alarde de piedad le tiré por encima de la verja un Cacaolat y un bocata de paté de sobrasada El Pozo, que temblando como un azogado le preparé. ¡Pero no me dio la real gana de abrirle! Sabía que sería el último día de mi vida si lo hacía.

El corazón se me salía por la boca cuando subí a la azotea para comprobar que seguía allí, en esa obra que su propio padre (que además de albañil era el enterrador del pueblo) estaba construyendo. La noche se volvió más oscura que ninguna otra que haya vivido, pero mi plan seguía en pie. Era mi vida y la de unos cuantos gatos, o la suya. La muy borde no decía nada; no gritaba ni aporreaba la puerta con candado del que sólo yo tenía la llave. Ahí estaba, impasible, planeando su venganza. Pero yo tenían que ser fuerte y hacerme respetar con apenas 9 años, venciendo a las fuerzas del mal y haciendo justicia a un montón de gatos callejeros. Salvando a otras niñas de la fuerza extrema que propinaban los empujones de la hija del enterrador, en definitiva, sembrando cátedra.

Casi entrada la madrugada se armó la de Dios es Cristo; su madre y sus dos hermanos, que eran la reencarnación de la Mula Francis y de Olaf II el Santo, comenzaron a llamar puerta por puerta a todos los vecinos de la calle para saber si su niñita de media tonelada y unas manos como panes andaba rezagada por alguna casa. Nadie nada más que yo sabía dónde estaba, cuando de repente me visualicé colgada de una farola por los pies y siendo mutilada por la cuadrilla de la muerte. Entonces, presa del pánico, corrí apresurada a abrir la puerta de la obra, no sin antes entrar en su casa y hacer acopio de las pinturas y la purpurina que por derecho me seguían perteneciendo. Con un temblor de mano propio del parkinson más avanzado, abrí el candado y salí pitando a esconderme. Y cuál fue mi sorpresa cuando la liberada no dijo ni pío. Allí nadie había encerrado a nadie, todo había sido un fatídico accidente. No me delató, y lo que es mejor, jamás me volvió a pegar. Eso sí, mi madre comprobó que mi muñeca tenía más colorines que los que admitía el estuche y me acusó de habérselos birlado a la vacaburra de mi vecina, me llevó casi a rastras a devolverlas por la mañana (ella las rechazó) y además me hizo darle veinte duros de mi hucha por los daños ocasionados (esos sí los aceptó), no se habló de la presente historia, y obligada le pedí perdón con la camadarería de la mismísima Bette Davies en The Letter (William Wyler Jezabel, 1940) .

En ese día de Reyes de 1987 me volví la Jefa, sentí la emoción que siente un escalador al encumbrar la montaña y clavar la banderita. ¿Venganza ? Seguramente. Pero qué rica supo. Ahora, cada vez que llega el 6 de enero, me vengo arriba y recuerdo con nostalgia a mi vecina, aunque pronto se me pasa, te diré. Y entonces hago sonar esta canción y me reflejo en ella: «Hubo una vez un hombre [en mi caso una niña] que, cuando el sol se desvanecía detrás de las montañas, asomaba fuerte pistola en mano, y corría a proteger a los pobres [en mi caso a los gatos ] de las haciendas. Lo llamaron El Justiciero. Cha, cha, cha...