Aún conservamos en la retina la impresión de haber visto cómo era asaltado, por toscos salvajes disfrazados de peleles, el Capitolio norteamericano entre fogonazos que salpicaban la depurada figura neoclásica con que, tan noble edificio, exhibía su condición de templo democrático y de hogar para la soberanía popular. Y si bien los recuerdos duran poco tiempo entre las blandas mentes del siglo XXI, esta imagen podría permanecer, y convertirse en un rasgo de nuestro tiempo, tan significativo como fueron la Caída del Muro o el hundimiento de las Torres Gemelas.

La experiencia humana, didáctica acumulación de fracasos y errores que sufrimos con tanta contumacia como incapacidad para aprender, ha demostrado la certeza de aquella antigua afirmación, según la cual la Historia se repite, primero adquiriendo la forma de una tragedia para después aparecer como una comedia. La repetición es de hecho, y no el progreso, la verdadera esencia del comportamiento humano.

Todo suena a algo ya vivido, repetido; a cómica recurrencia de torpeza o fracaso. Una rima recurrente y burlona, como una melodía extrañamente familiar, o un sueño repetido apenas recordado salvo por fragmentos inconexos. Al final el relato histórico solo es bello cuando nos separa un número suficiente de años como para desdibujar los contornos de una realidad vulgar; solo es soportable cuando se difuminan sus contornos, cuando se embellecen sus formas o al menos se disimulan sus imperfecciones. Hoy sabemos que el hambre, la guerra y la peste nos visitan recurrentemente a pesar de las vanas esperanzas por vernos libres de ellos. Sabemos también que potencias y dominaciones caen para volver a levantarse y las manos que hoy besan las cadenas de su servidumbre pertenecen a los descendientes de quienes un día se alzaron para quebrarlas. Las libertades se vigorizan para volver a degradarse en la generación siguiente. Aprendemos que los males no desaparecen sino para reagruparse y volver bajo un nuevo aspecto, cuando nuestra frágil memoria ya ha perdido toda la antigua familiaridad de su existencia.

Así reconocemos en este último y más reciente asalto a las instituciones, la sombra de todos aquellos que análogamente lo precedieron tantas veces, ya fuera mediante encamisados de negro marchando sobre una ciudad de ruinas somnolientas, ya fuera por acción de una marea parda que entregara a las llamas un gran parlamento nacional.

No hay presa que, llegando la estación de las lluvias, pueda contener torrentes de ruido, ímpetu y furia.