Qué tiempos aquellos en los que una secretaria judicial tenía que saltar de un edificio a otro por la azotea, como en las películas de acción, porque una turba de manifestantes (algunos subidos a un coche vandalizado de la Guardia Civil) rodeaban el edificio e impedían una investigación de la policía, bajo supervisión judicial. Eran otros tiempos, claro. Una Barcelona con aroma a libertad. Ya nos empezaba a sonar ese himno tántrico que se convirtió en canción de informativo «ho tornarem a fer», dicho entre barrotes y en el Congreso, y los ánimos del otrora presidente de la Generalidad, Quim Torra, exaltando a la plebe con su «apretu, apreteu». La escena fue considerada por muchos como una mera protesta pacífica. Un clamor popular de una masa democratizada que quería impedir un exceso dictatorial. Ocurría todo esto en la época rajoyniana en donde hasta una subida de la factura de la luz era considerada una afrenta para los pobres, un paso más hacia la conversión de España en un estado totalitario.

Por fortuna, ahora nos hemos especializado en reconocer elementos fascistoides (y recalco esa palabra porque el verdadero fascismo es demasiado serio y peligroso para estar invocándolo cada día) en los oponentes políticos. El asalto al Capitolio en Washington de la semana pasada fue un final grotesco para una legislatura americana donde no se ha invadido ningún país ni se ha espiado a los aliados europeos, pero el personaje de Trump ha resultado lo suficientemente infame para causar rechazo generalizado. Su gobierno ha sido más sentimental que ideológico. Ha reaccionado a golpe de capricho ante situaciones donde se requería sosiego y ha descendido la política al terreno innoble de la mentira. Sus reticencias a reconocer la victoria de Biden y el atrincheramiento infantil ha provocado un intento de insurrección que muchos allí consideran de sedicioso. Esa palabra nos suena en España. Estoy seguro de que Estados Unidos superará este trance y que la política responderá unida al acto más antidemocrático que pueda sufrir un Estado de Derecho.

En nuestro país, sin embargo, hemos normalizado la banalización de conceptos básicos relacionados con la democracia. Lo que sucedió en aquel otoño de 2017 en Cataluña fue un intento de subversión del orden constitucional. Para ello se emplearon a fuerzas del orden como los Mossos d'Esquadra, a las propias instituciones políticas (Generalidad y ayuntamientos), se gastaron fondos públicos (dinero de todos, de los catalanes no independentistas, de extremeños y murcianos) y se declaró la independencia unilateral, algo que supuso un ataque sin paliativos a la Constitución, ese papel que nos impide caer en la barbarie. Y a pesar de todos estos actos, hoy en día demostrados, juzgados y sentenciados por un tribunal, encontramos discursos que legitiman todas esas acciones.

Imagino que ver la imagen de un coche de policía destrozado frente al Capitolio supone un choque visual a los que comprenden que en Democracia las reglas, gusten o no, están para cumplirse. Lo que me resulta más paradójico es que en la fotografía de los Jordis, apenas tres años antes, subidos a un vehículo de la Guardia Civil frente a la Consejería de Economía, altavoz en mano, animando a coaccionar mediante la violencia física y verbal una acción judicial, algunos vean un acto de amor a la democracia. Y esta idea peregrina no la defienden solamente los que hoy ocupan su escaño en prisión, sino políticos que se sientan en el Consejo de Ministros. Fíjese usted qué lejos han llegado los cristales rotos en el Capitolio.

Cuesta entender que el populismo no tiene bando y que en España se ha agitado el arma de la deslegitimación de forma habitual en los últimos tiempos. Podemos nació con la idea de que el Congreso no representaba a los españoles y su éxito de las primeras elecciones significa que su mensaje convenció entre buena parte del electorado. Sus líderes y acólitos ya han dejado de cantar aquello de «que no nos representan, que no, que no», pero los problemas en nuestra sociedad, más que solucionarse, se han agravado, precisamente estando ellos en el Gobierno. Incluso muchos de sus integrantes instaron a rodear el Congreso de los Diputados en la Investidura de Rajoy por considerarla «ilegítima», según rezaba el manifiesto de la convocatoria. También exhortaban a «derribar la monarquía» y a «instaurar la República». El texto es tan claro y contundente que basta un vistazo a la página web de los convocantes para sonrojarse. Las imágenes de Pablo Iglesias e Íñigo Errejón alentando y aplaudiendo la movilización responde, en esencia, al mismo impulso que rodeó el Capitolio y lo asaltó. La diferencia entre los dos casos habría que buscarla en la actuación policial española, siempre tan denostada pero eficiente.

Pero estrenada la fórmula, se implantó la tradición de protestar contra los resultados electorales desfavorables. Lo presencié con mis propios ojos en las elecciones andaluzas de diciembre de 2018, cuando Susana Díaz fletó autobuses para rodear el Parlamento días después de haber perdido el Gobierno. Al mismo tiempo, Pablo Iglesia lanzó «una alerta antifascista». Evidentemente, no vi a manifestantes disfrazados de toro sentado ni de flamencos, pero dejando a un lado la estética, el mensaje contiene el mismo sesgo antidemocrático. Idéntico espíritu el de Vox, que convocó una Moción de Censura contra «el Gobierno ilegítimo», como si regalasen adjetivos. No hay nada más legítimo en España en estos instantes que Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, y esa es nuestra condena, pero revertir las reglas del juego nos convierte en espantapájaros totalitarios. En democracia, las formas son un todo y significan la base misma del juego político. La única forma de acabar con un Gobierno es a través de las urnas y no mediante ataques de histeria y discursos guerracivilistas. Pero tal vez esto se salga de la estrategia de tensión que mantiene Vox para seguir existiendo.

Es sorprendente que un país como España, que debería mostrarse recelosa contra los movimientos que socavan el crédito de las instituciones democráticas, no sea capaz de entender que lo sucedido en el Capitolio resulta peligrosamente familiar. Hasta hace dos días, asesinaban a concejales del PP y del PSOE por haber sido elegidos democráticamente en unas elecciones. Los criminales no llevaban cuernos ni tenían la cara pintada. No les hacía falta. Convendría saber que la democracia es un bien tan preciado y sensible que defenderla cada día requiere un nivel de exigencia moral muy alto. Una honestidad que está por encima de querer llegar a ser presidente a toda costa, de cumplir los sueños de grandeza de una comunidad hacia un Estado independiente, de asaltar los cielos, una honestidad sincera que se sobreponga a los deseos de cambiar Génova por Moncloa sin importar el coste; o incluso una honestidad, la mayor de todas, que impida negociar unos presupuestos de subsistencia con los que llevaban, hace dos días, pasamontañas.

@PepeSutullena