El año que acabé mis estudios en el Madrid de finales de los 80 prácticamente todos mis compañeros y compañeras de curso encontramos trabajo. Sí, sí, encontramos trabajo, como suena, y teníamos poco más de 22 tacos y una vida por delante, amén de una profesión para la que habíamos estudiado. Sí, sí, créanselo. No eran empleos de camareros o repartidores, camareras o reponedoras de supermercado, tampoco ocupaciones para captar clientes dispuestos a traicionar a su seguro de toda la vida en busca de mejores condiciones. No se trataba de oficios para atar a nuevos parroquianos en las incipientes compañías de telefonía móvil, ni siquiera para ser comerciales de inmobiliarias, que para eso ya llegarían el boom y la burbuja años después.

Esos jóvenes que veníamos arrasando como baluartes de la generación del baby boom alcanzamos el objetivo al que habían aspirado nuestros padres, en un camino no exento de dificultades. En nosotros se cumplía ese anhelo de tener una vida mejor que la de los progenitores que nos engendraron. Éramos la muestra evidente de que el esfuerzo no había sido en balde, que el ascensor social era una realidad, y nos había ayudado para ello el soporte de los estudios universitarios. Las becas eran un elemento que amortiguaron, casi de forma paralela, a las estrecheces que en nuestras casas tenían que pasar, además de papá y mamá, quienes venían detrás. Pero como digo, el arrojo había tenido una recompensa muy aceptable. Lo que vino después fue otro cantar.

Hoy las cifras del paro juvenil son hirientes: 4 de cada 10 jóvenes están desempleados en España, según los datos de Eurostat (frente al 16 por ciento europeo). Buena parte de esos trabajos son, además, subempleos, trabajos a tiempo parcial. ¿Y qué decir de los sueldos? Han bajado más entre los más jóvenes en la última década. El porcentaje de quienes tienen de 20 a 29 años que viven con sus padres (y no pueden, en fin, emanciparse) no ha dejado de crecer desde 2010 y supera el 77 por ciento: solo los croatas, italianos, eslovacos y griegos están peor en toda la UE.

Y resulta que, como afirma la escritora Elena Medel (Córdoba, 1985), la crisis de 2008 destapó la mentira del ascensor social, esa de los nocivos discursos inspiradores: si lo sueñas lo vas a conseguir, esfuérzate y tendrás aquello que deseas, etcétera. Y no sucede así. Porque puedes soñarlo, puedes esforzarte, pero existen los atajos: quienes tienen dinero para dedicar más tiempo a formarse o a desarrollar sus proyectos, quienes tienen contactos y acceden a determinados espacios de forma más directa. Todo se compra con dinero: hasta el azar, hasta la suerte. De ahí el oscuro panorama para quienes nacieron a mediados de los 80 y a lo largo de los 90, generaciones diferentes pero unidas por la precariedad, la desigualdad y la lucha sin cuartel en medio de un mundo donde todo parece abocar a que no van a tener un mejor futuro que sus padres, que muchos de nosotros y de nosotras.

En medio de esta realidad se alza una muy recomendable novela política, novela ideológica, novela de la precariedad, como es Las maravillas (Anagrama, 2020) de esa joven poeta y escritora cordobesa afincada en Madrid, que recoge el testigo de la literatura social y comprometida de la talla de Rafael Chirbes, Belén Gopegui o Marta Sanz, autoras en las que se siente reflejada. En su novela aparecen tres generaciones de mujeres vistas con ojos de mujer, marcadas por el paso del mundo rural al urbano en la historia reciente de nuestro país, con Transición política incluida y compromiso militante a la espalda desde la periferia de un barrio del sur de Madrid.

Un texto que no es sencillo, como tampoco lo es la literatura de verdad, la que golpea una narración con escenarios a menudo ausentes en la escritura contemporánea, tan mundanos como las oficinas que tienen que limpiar a diario mujeres invisibles de cuerpos castigados. Tres voces que son la muestra de las perspectivas con las que solemos abordar la realidad y donde Elena Medel toma partido hasta el final de la novela, enmarcada un 8 de marzo de 2018 que cambió muchas posiciones hasta entonces anquilosadas. Y sin grandes pretensiones. Como asegura la propia autora, «no sé si puede contribuir a algo: me conformo con que permita plantearse a alguien su situación, sea desde el privilegio, sea desde la identificación». Y lo consigue. Compruébenlo.