En varias ocasiones a lo largo de mi vida he intentado volver a leer libros que ya había disfrutado hace muchos años, sin que la experiencia me resultara agradable. No parecía que esos libros que tantas emociones me habían hecho sentir en el momento de leerlos por primera vez fuesen capaces de interesarme de nuevo. Sin embargo, en estos tiempos que estamos viviendo de encierros o de estancias mucho más largas en nuestras casas, la lectura ha sido una gran ayuda, una forma estupenda de llenar las ausencias de tertulias, de ratos con la familia o los amigos compartiendo una comida o una charla. El tiempo dedicado a los libros ha sido mucho mayor por necesidad y también por placer. La narrativa, la novela, ha sido mi querida compañera desde la adolescencia, y, antes de cumplir los 14 años, ya me había leído la pequeña biblioteca juvenil de la Asociación de los Hijos de María de Cartagena: Salgari, Dickens, Stevenson, Dumas, y hasta Cervantes, con La Galatea, Los trabajos de Persiles y Segismunda, o mi primer Quijote, eso sí, todo adaptado para jóvenes, como cualquier otro volumen de esa biblioteca, que siempre tendría censurada cualquier cosa que pudiera hacernos leer el libro asiéndolo solo con una sola mano.

Hace unos pocos años, tuve repetida mala suerte en mi compra habitual de novelas, y comencé a dejarlas en la mesilla sin terminar. Así que recurrí a otros libros, sobre todo de Historia, Ensayo y divulgación científica, que, hasta entonces, siempre había alternado con mi principal afición, y conseguí en muy poco tiempo adaptar mi hábito de leer a saber cómo le fue a María de Castilla con Fernando el Magnánimo, que, por cierto, le fue de pena, cómo se gestó la Revolución Francesa desde Luís XIV en adelante hasta llegar al XVI, qué tal se lo pasaba Alejandro Magno con sus tremendas conquistas, con sus esposas y con sus amantes masculinos, cómo eran los ritos de momificación en el Egipto faraónico, o cómo fue que los cazadores- recolectores se asentaron y dejaron de ir de un lado para otro al darse cuenta de que podían plantar semillas y domesticar animales. Si no son ustedes muy aficionados a este tipo de libros, les diré que leer, por ejemplo, El infinito en un junco, de Irene Vallejo, que es una historia de los libros, es tan divertido e interesante como cualquier novela porque es un libro magnífico. Y es un ensayo.

Cuando comenzó esta pesadilla de los encierros, me planteé una vez más el tema de la relectura de libros, me fui hacia una de las estanterías de mi casa y me puse a mirar, a sacar volúmenes y a tocar páginas que debí leer hace decenas de años. Poco a poco me fui dando cuenta de que cada época que he vivido: adolescencia, juventud, madurez, y, ya ahora, casi senectud, había tenido sus libros y sus autores, algunos de ellos que marcaron mi vida y las de toda una generación. Sería imposible reseñar aquí a los autores y los títulos, pero pongamos que hablo, en principio, de los clásicos totales, y también de la literatura estadounidense del siglo XX, de la francesa, de la alemana, de la británica, un poco de la belga, otro poco de la noruega, algo de la italiana, un mucho de la rusa, o un poco de la húngara, alguna aportación asiática, algo de África, mucho de la hispanoamericana y bastante de la española.

Aunque hace 30 años doné a una biblioteca escolar muchísimos libros, y, aunque he prestado bastantes que unos me han devuelto y otros no, todavía tengo una buena colección a mi disposición, así que decidí intentar releer una vez más.

Y era el momento, por varias razones. En primer lugar, porque vas a tiro hecho, que se dice. Si tomas en tus manos Rojo y Negro, de Stendhal, sabes que te lo vas a pasar muy bien; si eliges algo de Vázquez Montalbán tienes garantizado el interés, sobre todo porque ya no te acuerdas de quién es el asesino, pero además es que cené con él una vez y nos quedamos tomando whisky, del bueno, y charlando hasta las tres de la mañana en un restaurante, en Cartagena (cómo puso a algunos de los ´Novisimos', no había por dónde cogerlos), o algo de Emilio Lledó o de Adela Cortina, filosofía de la buena, ella, además, una buena amiga, a mi paisano Pérez Reverte, al que conozco desde que era un jovenzuelo, etc. etc. Quizás este sea el tiempo de releer, con la perspectiva del tiempo pasado, en estos malos tiempos.