Es difícil de describir el impacto que están teniendo en Estados Unidos y en el resto del mundo las imágenes del asalto al Capitolio que hemos visto esta semana en los medios y en internet. En la era de las cámaras de seguridad ubicuas y los teléfonos móviles por doquier, nos esperan aún por ver imágenes sorprendentes, contando con que sus propietarios estarán negociando febrilmente su venta a grandes cadenas como CNN o Fox News. En primer lugar, esas imágenes demuestran hasta qué punto se sentían investidos de impunidad los protagonistas del evento. Solo una muchedumbre convencida del respaldo del propio presidente de los Estados Unidos a sus acciones, podría mostrar tanta autosuficiencia y superioridad como el que desvelan las imágenes ya emitidas. No otra explicación tiene que estuvieran cometiendo un delito flagrante y de consecuencias penales previsiblemente dramáticas a cara descubierta, dejándose tomar fotos con total inocencia, e incluso publicando sus hazañas en las redes sociales para deleite suyo y de sus seguidores.

Ahora parece que estos mismos asaltantes se están cayendo del guindo cuando han visto a su adorado líder, Donald Trump, en una declaración en vídeo, que parece arrancada con fórcex de la boca del personaje, en la que condena taxativamente los actos y reclama el castigo para sus perpetradores. En los medios a la derecha de la ultraderecha -siempre hay un medio más radical en el espectro radical- la marea de sus seguidores parece volverse contra Donald Trump, aunque muchos interpretan que la declaración tiene mensajes ocultos que solo algunos de sus seguidores más fieles pueden interpretar. Y por fin parece que algunas voces del aparato del Partido Republicano se han alzado contra Trump, en un intento desesperado por desligarse del desastre causado por su Presidencia, especialmente en la etapa final de candidato derrotado en las elecciones que se niega a aceptar pacíficamente el resultado.

Los demócratas por su parte siguen empeñados en destituir cuanto antes al Presidente, porque se temen que el estropicio no haya terminado con el brutal asalto al Capitolio. Nancy Pelosi, líder demócrata del Congreso, ha pedido a los militares que impidan por todos los medios que Trump utilice el botón nuclear a su disposición para iniciar una confrontación armada, posiblemente con Irán. Así de loco están convencidos los dirigentes norteamericanos que pueda estar el presidente Trump, con todos sus poderes intactos de momento. Poderes, como el del perdón universal, que más que probablemente utilizará para exonerar por si acaso a los miembros de su familia y a él mismo, ante lo que pueda venir. Algunos temen que utilice ese mismo poder para perdonar a los asaltantes al Capitolio, lo que le devolvería inmediatamente el favor de las exaltadas masas que hasta ahora le han apoyado, con razón o sin ella.

Porque lo que hay que entender, y si no, no se entiende nada, es que lo de Trump se ha convertido en una secta en la que se rinde culto a este personaje siniestro y arrebatador, por encima de toda consideración política racional. El nivel de ceguera y adhesión fanática que evidencian sus seguidores a mínimo que se les de la palabra, es realmente fascinante. Los devotos trumpistas -probablemente entre una cuarta parte y un tercio de la población norteamericana- viven en una amplia burbuja, o más bien un baño de burbujas concentradas en espacios concretos y cada vez más homogéneos- que retroalimentan constantemente una visión del mundo en el que los auténticos enemigos no son los rusos o los chinos, sino los propios norteamericanos que no piensan como ellos y votan al partido Demócrata, heraldo del comunismo soviético en tierras americanas, según sus convicciones.

La secta de culto a Trump está integrada por la derecha evangélica extrema -de cuyo apoyo abominaba el fundador del conservadurismo norteamericano moderno, Barry Goldwater- y un amplio espectro de población blanca sin estudios superiores que se considera sacrificada por las élites cultas de las dos costas en el altar de la globalización, el multilateralismo antinorteamericano y el multiculturalismo, con un odio especial enfocado a las minorías negras y musulmanas, y por supuesto a los inmigrantes. El pecado de los republicanos moderados, que han pagado muy caro al perder el Congreso en el 2018, la presidencia en el 2020 y el Senado hace escasamente unos días, es haber aceptado el apoyo de la parte trumpista de la sociedad norteamericana para alcanzar y mantener el poder. Al principio fueron reluctantes, pero inmediatamente después de la victoria de Trump en el 2016, abrazaron su causa sin remordimientos, excepto honrosas excepciones como John McCain o Mitt Romney. Cuando hablamos de los republicanos moderados y el aparato del propio GOP (Great Old Party), hablamos básicamente de las grandes fortunas que respaldan las campañas de sus candidatos a posiciones de poder e influencia en la estructura federal, estatal y local.

El gran dilema al que se enfrentan lo republicanos ahora es si mantener a la bestia de su lado, con lo que supone de permanente sometimiento a una propuesta perdedora (porque la tendencia vista en los estados clave juega a favor de los demócratas en un futuro previsible) o romper con Trump con el consiguiente peligro de alumbrar el famoso y temible tercer partido que divida el voto de la derecha, opción que también les aboca a una estrepitosa derrota. De momento, la rabia trumpista se mantiene incólume, con un 45% de los votantes republicanos apoyando expresamente el asalto violento al Capitolio según una encuesta en caliente publicada ayer. De la resolución de este dilema por parte del establishment republicano dependerá en gran parte el futuro de la primera democracia moderna y la más poderosa del mundo. De momento deberíamos conformarnos, tal como están las cosas, con que Trump no inicie la Tercera Guerra Mundial.