Siempre he sido más de dramas. Como me ocurre con la literatura, disfruto enormemente del cine. Si la trama es creíble, la narrativa lógica, los personajes construidos y se cuida un poco la fotografía y la música puedo quedar tan cautivada por los fotogramas que se suceden que olvido cualquier cosa que, en ese momento, ronde mi cabeza; por muy obsesivo que esté resultando ese pensamiento. Para mí ha sido siempre una especie de terapia. Aún más en pantalla grande. Pero me ha valido un ordenador o, incluso, el móvil en tiempos de carestía. En general, no me gusta la ciencia ficción, evito las películas de miedo, hace mucho que una de suspense no consigue engancharme y la comedia debe ser excepcional para que me interese. Debo reconocer que hay excepciones a esta norma, pues no es una regla matemática; sin embargo, creo que este género es el mejor para retratar el alma humana. Mi curiosidad por las pasiones, las emociones y las miserias de ésta me ha inclinado hacia argumentos trágicos.

Hace unos días, no sé cómo ni por qué, vino a mi memoria una de esas películas que consiguieron estremecerme -Manchester by the sea (Manchester frente al mar)-. Dirigida por un acreditado dramaturgo, aprendiz brillante de director que, curiosamente, se hizo con el Oscar al mejor guión original con este su tercer largometraje. Lonergan (Kenneth) consiguió atraparme con su desgarradora historia mucho más allá de los 135 minutos que dura el film, arrastrando la profunda tristeza que emana durante días y volviéndola a evocar cada vez que la recuerdo. Una propuesta intensa, bella, lúcida y austera que incide en el duelo extremo e inextinguible. Buena culpa de esta pulcritud la tiene la honesta y elegante interpretación de Casey Affleck -hermano pequeño de Ben -que representa la languidez y la melancolía de una forma exquisita -no en vano esto le valió una estatuilla dorada-. Una película que, para quien tenga ánimo, sin duda recomiendo.

Yo, sin embargo, desde hace un tiempo no veo drama. No puedo. Desde que me convertí en madre y, sobre todo, después de lo que nos viene ocurriendo, la intensidad de mis emociones se ha desbocado y no estoy para innecesarios quebrantos ni sufrimientos. El dolor, que se situaba al otro lado de la pantalla, se ha convertido en algo tan evidente y cotidiano que ya no disfruto tanto de este género. Huyo de las desdichas ociosas e inútiles. Por el contrario, intento alimentarme de las delicias y de los pequeños placeres ordinarios. Pues incluso envueltos en la mayor de las angustias siempre se pueden encontrar pequeños gestos que nos socorran y eleven el alma más allá del drama.