Estaba derrotado. El frío hacía mella. El covid acechaba. El trabajo era cada vez mayor, pues las heladas obligaban a la recogida y ahuyentaba a los más débiles. Como cada mañana, a las 5 en la gasolinera de El Royo. Agradecía la mascarilla. Le salvaba del gélido amanecer y le recordaba que debía de tener la boca cerrada para, con suerte, subir a la camioneta.

Apartó los trastos del asiento trasero y rezó para que el capataz no hubiera batido su récord nocturno de gintonics, cegado aún más por el espíritu navideño. El aliento empañó los cristales. Estaban prohibidos más de 3 y también romper el toque de queda, pero a esas horas y a nosotros, los pringados, quién nos va a parar salvo una mala curva o paso a nivel. El jodido explotador no gastaba ni en calefacción y tampoco se podía rechistar cuando el dial se situaba sobre el locutor que le recordaba a todos los santos, hasta envenenar cada jornada. La escarcha cubría toda la plantación de lechugas.

Las cajas dispuestas. Hoy no habría hoguera para calentarse las manos. Al tajo directo de 7 a unas 12 que se convertían en 14. Sin rechistar, apenas parpadear. Con su familia en la cabeza saciando su sed, hambre y hálito, iba recorriendo los surcos, sucediendo la carga y descarga de la hortaliza. Cada hora se preguntaba cuánto aguantaría en territorio hostil.

Recordó también a los valientes que osaron sugerir un descanso o cobrar el salario mínimo. Hubo un compatriota, incluso, que se tiró a la red para mostrar el esfuerzo de los cientos de inmigrantes que hacen posible la cesta de la compra con y sin pandemia.

Centro de la diana de los mismos que los esclavizan. Otro calvario superado…entre sueños escuchó de vuelta un anuncio solicitando urgentemente donaciones. Y él, aunque se la sacaban todos los días, tenía aún. Se dirigió al Centro de Hemodonación de Murcia y se sintió humano, cultivando vida.