Parece que el año pasó deprisa, pero si miramos atrás vemos que ha sido muy intenso, lleno de experiencias nuevas, desafíos y dificultades, de emociones intensas: soledad, miedo, esperanza; un año sin duda diferente, que ha roto todos los caminos que creíamos trazados. Todo ha saltado por los aires, aunque al caer los trocitos se han ido recomponiendo en figuras sorprendentes, y eso también ha sido una experiencia nueva. Cuando se remueven las cosas descubrimos lo que está oculto.

El tiempo del confinamiento se ve tan lejos que parece de otro mundo, como si perteneciera a una vida paralela o un sueño del futuro, un mensaje de advertencia de un porvenir en el que se hicieran realidad nuestras pesadillas. Nos protegimos levantando murallas y desde lo alto oteamos un mundo que se hundía en la desolación. Cada vez que hablamos por teléfono, mi madre me pregunta cuándo va a terminar esto, como si para ella la pesadilla ya fuera una realidad que empieza cada día.

De todas las noticias del año pasado hay una que se me ha quedado grabada. Apareció en las portadas de los periódicos el 25 de febrero y decía: «La OMS pide al mundo que se prepare para una pandemia». Hasta entonces el virus era una de esas noticias inquietantes que ocurrían en otro sitio. Solo se habían detectado dos casos en España, aunque China estaba ya en cuarentena y en Italia habían empezado a aislar algunos pueblos. Era un martes cualquiera. Leí la noticia para intentar entender qué significaba una pandemia. Decía que todavía se podía evitar, pero había que estar preparados y actuar como si estuviera a la vuelta de la esquina. Debíamos vivir esperando lo peor.

Ahora empezamos el año con desconfianza, como si cruzáramos un río de piedra en piedra, apoyando bien un pie, comprobando que la piedra está firme, antes de levantar el otro. Pero estas primeras mañanas silenciosas también invitan a empezar de cero. ¿Podremos hacerlo? ¿Tendremos una segunda oportunidad? ¿Cómo se puede esperar lo peor y a la vez tener esperanza? Yo no lo sé, pero mi amigo Carlos Álvarez me escribe, como si me enviara un regalo de Reyes, para decirme que no es suficiente la lucidez racional de esperar lo peor y resignarse al desastre. Debemos recordar que los errores pueden enmendarse, persistir en el empeño de hacer futuro, creer en la posibilidad del final feliz. «Las calamidades portentosas no son lo único que nos espera al final de nuestros mejores y más nobles esfuerzos». La esperanza es el sortilegio secreto de la condición humana, el milagro que recompone los trozos que saltaron por los aires en una nueva misteriosa y profunda reconciliación del universo. Eso le diré a mi madre.