Es probable que el exorcismo que sufrió el mundo la noche del 31 de diciembre diera resultado. Dejamos atrás uno de esos años que quisiésemos borrar del recuerdo, como los romanos hacían con los emperadores que consideraban nefastos. Pasamos en tan solo unas horas de los programas especiales de Nochevieja donde se concentra todo el mal gusto de la época al concierto de Año Nuevo de Viena, uno de los últimos reductos de la elegancia europea. A un lado y a otro, como si no fuera suficiente con lo sufrido, las televisiones nos brindaron la noche del aquelarre una programación diseñada para acelerar el primer sueño de la década. Fue todo un compendio de chistes desfasados, programas musicales grabados en septiembre y presentadoras con nulo criterio estético (mucha vulgaridad, y no me refiero a la dignidad contenida de Ana Obregón).

Pero el año amaneció con la familia Strauss, sus polcas, marchas, valses y millones de espectadores en pijama, entregados a la música clásica como queriendo hacer buenos propósitos para este nuevo año, como si horas antes, en esa misma cadena no hubiese sonado Maluma. Es una tradición familiar que se adopta con los años: de pequeño veía a mis abuelos con una fe religiosa escuchar cada nota mientras yo me levantaba casi al final y ahora no tengo ni que confiar en el despertador para ser el primero en ocupar mi espacio en el sofá.

En esta ocasión no había público en la Sala Dorada del Musikverein de Viena, que parece más pequeña sin levitas ni trajes coloridos. Ha sido una edición donde ha primado la música (y no siempre ha sido así en este tipo de conciertos), donde el cámara no ha tenido que focalizar su atención en los turistas japoneses de todos los años. Solamente Julie Andrews ha sido el rostro que he echado de menos, cuya presencia nos recuerda que la música actúa como antídoto contra la opresión, en aquella película donde camina por las praderas de Salzburgo de la mano de un ejército de niños rubios. Deberían haberle permitido entrar en la sala. Sin duda, el patio de butacas hubiera ganado en elegancia y solemnidad.

Porque la música no entiende de malos y buenos años. Y el concierto de Viena es la viva imagen de que los tiempos oscuros es mejor afrontarlos con Strauss. La prueba ineludible de esta cita con la idiosincracia europea se basa en la perfección de su protocolo, en el buen gusto elevado a la elegancia absoluta, desde las flores que adornan el escenario, la vestimenta de los bailarines, los palacios donde se desarrollan las historias y hasta el cielo, donde parece que en Viena siempre es 15 de agosto. Todo medido en busca de la armonía, con piezas musicales que no por haberlas escuchado cientos de veces pierden su efectividad. El espectador espera, al igual que con las doce uvas, los sones del Danubio Azul y la Marcha Radetzky para dar por iniciado el año.

Los orígenes del concierto son oscuros. En los países con tradición y arraigo basta con leer un poco para descubrir que no somos pulcros. Imagino el pesar de muchos moralistas cuando descubran que el Concierto de Año de Nuevo de Viena se creó en 1939 por mandato de un ministro alemán llamado Goebbles para celebrar que la Filarmónica de Viena estaba libre de músicos judíos. Tras la Segunda Guerra Mundial, el concierto se renovó y se convirtió en un escaparate de la alta cultura austriaca, gracias al empuje del violinista y director de orquesta Will Boskovsky, quien introdujo, entre otras cosas, finalizar el concierto con el Danubio Azul y la Marcha Radetzky. Será a partir de 1959 cuando se retransmita en directo por televisión, añadiéndose cada vez más países. Es, por lo tanto, una tradición Europea, un homenaje a lo bueno de una época donde los salones de las ciudades se llenaban de conciertos de cámara y la música aún tenía el poder de embellecer la política.

No puedo dejar de revivir las páginas de la mejor novela que haya escrito Joseph Rotz y que lleva por título la pieza más conocida de Johann Strauss padre, La Marcha Radetzky. Al son de los violines uno se imagina las victorias austriacas en el norte de Italia, las últimas de un imperio que tenía los días contados y cuyo destino lo encarna el matrimonio imperial, Francisco José y Sissi, muerta a causa del atentado que sufrió a manos de un anarquista italiano, así como el suicidio por amor del heredero, hijo de ambos, en un pabellón de caza a las afueras de Viena. Todas las historias de un imperio desfasado y elegante se reúnen cada año en el Concierto de Año Nuevo de Viena, sin el peso estipulado de la historia, sino como mitos florecientes de nuestros días, tan inofensivos como bellos.

Por eso no renunciaré nunca a asistir al Concierto de Año Nuevo. Hubo años que mi memoria recuerda con especial ahínco, como las actuaciones de Barenboim en 2009 y 2014, la de Dudamel en 2017 (una de las más frescas y originales) y las de Muti, un director que se mueve tan a gusto en estas ocasiones que parece haber nacido para interpretar el Danubio Azul. El de este año ha sido un concierto donde no ha faltado lo único que no podía faltar: la música. El resto es prescindible. Sospecho que este nuevo año que ha entrado no será un camino de rosas y el sufrimiento seguirá copando las portadas de los periódicos. Desconozco cuántos familiares y amigos se llevará la pandemia, que no entiende de años ni de dígitos. Pero tengo la certeza de que dentro de un año volverá a sonar La Marcha Radetzky, con otro director, tal vez con público, con las suficientes dosis de vacunas como para no llevar mascarillas. Pero no renunciemos mientras tanto a la belleza, a la elegancia y a las buenas formas. A veces es lo único que nos queda. Y como dijo Ricardo Muti al finalizar el concierto, la música es un arma de paz y la política tiene también que preocuparse de cuidar la mente, y no solamente el cuerpo. Y para eso no hace falta vacuna.

@PepeSutullena