Hemos comenzado esta nueva década (el 2020 fue el final de la década anterior porque no existe tal cosa como el año cero de nuestra era) con más motivos de esperanza que de disgusto, a pesar de que estemos en lo que probablemente sea el inicio de una tercera ola de la pandemia que ha asolado el mundo durante el pasado año. El prodigioso acortamiento para el descubrimiento, producción e inoculación de una vacuna segura y eficaz contra el Covid-19 es un hito científico de una enorme magnitud, si lo comparamos con los tiempos de desarrollo habitual de las vacunas a lo largo de la historia. Tan sorprendente ha sido el hecho, que ha pasado prácticamente desapercibido el lanzamiento de una vacuna contra la malaria producto de la investigación británica que promete erradicar una enfermedad que seguiría causando tantas muertes como el Covid cada año en los años venideros.

También ha pasado desapercibido el hecho de que la empresa responsable de la primera vacuna aprobada para el Covid-19 fue creada en realidad para utilizar la tecnología que ha servido para elaborar la vacuna en un tiempo récord (el ARN mensajero) en la lucha contra el cáncer en la que se considera la última frontera de combate contra una enfermedad que constituye la primera causa mundial de mortandad (superando desde hace poco tiempo a las enfermedades cardiovasculares): la potenciación del sistema inmune de los propios afectados para combatir los tumores.

Probablemente Biontech (la empresa alemana en cuestión, que se unió a la norteamericana Pfizer para dotar de músculo a su cambio de enfoque hacia la investigación de la vacuna) volverá sobre sus pasos al origen de sus objetivos fundacionales, una vez superada la pandemia: combatir al cáncer potenciando el sistema inmune de los pacientes. Desde hace mucho tiempo se sabía (o al menos se suponía fundadamente) que el sistema inmune del cuerpo era capaz de combatir con éxito (al menos durante un tiempo) al cáncer presente en el paciente que sufría simultáneamente una enfermedad infecciosa. Ese descubrimiento (allá por los años treinta del pasado siglo) no tuvo efecto práctico alguno hasta esta época, en la que los científicos han descubierto cómo modificar las células del sistema inmune para que no se dejen engañar por las células cancerosas, que se disfrazan de células normales para seguir haciendo estragos en los órganos afectados.

Si Biontech (y otras muchas empresas de investigación biomédica que siguen el mismo camino) tienen una mínima parte del éxito que han acreditado con la consecución de la vacuna contra el Covid-19 en tan solo nueve meses, probablemente estemos frente a un avance fundamental (que pueda ser definitivo) en la lucha contra algunas de las múltiples manifestaciones del cáncer. A la terapia de potenciación del sistema inmune mediante técnicas de modificación genética se están enfocando los congresos científicos recientes sobre el cáncer. Si será un recurso más, complementario de otras terapias o será la solución definitiva contra el cáncer, nadie puede decirlo en este momento. Pero la cosa promete, y mucho.

También la ciencia ha conseguido aminorar definitivamente el dilema moral al que se enfrentan cada día muchas mujeres en todo el mundo a la hora de interrumpir de forma voluntaria el embarazo. Nada hay tan divisivo en la historia reciente de nuestras sociedades como el tema del aborto y su tratamiento legal. País tras país, culminando hace unos días en el caso de Argentina, han ido despenalizando el aborto, haciéndolo completamente voluntario en un cierto plazo o aumentando las causas legales para su práctica legal. Los últimos en resistirse son los países de tradición católica, religión que contempla el aborto como si de un simple asesinato se tratara y por el que las mujeres deberían ser juzgadas y castigadas en consecuencia. Pero, al margen de la consideración moral o las consecuencias legales de la interrupción de un embarazo, el aborto constituye un motivo de enfrentamiento político para una parte de irreductibles que se identifican normalmente con posiciones de derecha extrema. Especialmente desde la sentencia de Roe vs Wade en Estados Unidos, este asunto constituye uno de los motivos críticos de la división de ese país en dos mitades enfrentadas radicalmente y sin perspectivas cercanas de reconciliación. El que el presidente más amoral, y sin ninguna convicción religiosa conocida, de la historia norteamericana haya utilizado su posición en defensa de los antiabortistas como forma de movilizar una coalición cristiana antiliberal, no ha hecho más que profundizar el enfrentamiento y augurar conflictos sin cuento en un futuro previsible, aun con un católico liberal en la presidencia como Joe Biden.

Pues bien, las luchas de feministas contra religiosos fundamentalistas están a punto de pasar el historia debido también a lo innovación médica, que reduce el dramático y peligroso (sobre todo si se hace clandestino) operativo del aborto quirúrgico, a la toma de dos pastillas por vía oral, una de mifepristona y otra de misoprostol. The Guardian contaba en un artículo reciente cómo había pasado prácticamente desapercibido para la opinión pública la extensión de la privacidad de los abortos por este método coincidiendo con la limitación de las consultas presenciales por causa del confinamiento de la población. La restricción de las visitas propició que la pastilla que era obligatoria tomar en un centro de atención primaria, la primera de la tanda de dos, se tomara también de forma domiciliaria, haciendo completamente opaco a terceros el proceso en cuestión, cuyos efectos evidentes son indistinguibles en la práctica de un aborto espontáneo. De esta forma, es fácilmente previsible que todo el dramatismo unido a las clínicas de interrupción del embarazo (con los manifestantes en la puerta increpando a las mujeres que accedían a ellas) se acabe de una vez por todas, y con ello, se reduzca la polémica social y la política se desactive, al menos de puertas para fuera de los cenáculos religiosos fundamentalistas.

Y finalmente, esta década nace con la promesa global a través de la voluntad expresada de muchos Gobiernos mediante el Acuerdo de París (incluido de nuevo el de Estados Unidos) de combatir el calentamiento global eliminando de la atmósfera los gases que provocan el efecto invernadero, básicamente el C02. La apuesta por las energías renovables carece de vuelta atrás y en el futuro desaparecerán completamente los combustibles fósiles como el carbón, el petróleo y el gas natural. Al fin y al cabo, como dijo el clarividente ministro saudí del Petróleo ya en los años ochenta: «La Edad de Piedra no se acabó porque se terminaran las piedras».