Dijeron de El cementerio de Praga, que era un libro que rozaba el antisemitismo. Sin embargo, la novela de Umberto Eco parece más un espejo donde reflejar las culpas humanas, que están tan repartidas a lo largo de la historia que resultan incómodas para todos. Porque del Sanedrín a la cámara de gas no solamente hay veinte siglos de difamación, exilios y muerte, sino también una literatura, una cultura (popular y aristocrática) construida en contra de ellos, de Quevedo a Hitler pasando por el género literario de la conspiración, tan extendido en Europa. Los judíos fueron acusados de envenenar los pozos, de invocar plagas, de abrir las puertas de las ciudades a la peste negra e incluso de asesinar niños para sus rituales, como en el caso del santo Niño de la Guardia, crucificado en Toledo, lo que sirvió de excusa para decretar su expulsión en 1492. Por supuesto, ni hubo niño (aunque hoy se le venera en su ermita), ni pozos ni comunicación directa con el bacilo de la peste.

Pero dentro de las múltiples aristas en las que se divide el antisemitismo hay una que tuvo especial éxito entre los escritores de todas las épocas, sobre todo a partir del siglo XIX: dominar el mundo. La teoría de la conspiración mundial no es nueva y por desgracia tampoco se ha quedado desfasada. Hoy, que vivimos tiempos inestables, surgen teorías conspirativas por todas partes, desde el 11-S hasta la tecnología de los móviles, por no mencionar la vacuna, una dosis que nos convertirá en fieles ciudadanos programados para cumplir los mandatos de un líder supremo. El problema de nuestra sociedad, al igual que las anteriores, es que por muy absurdo que parezca la trama, siempre encontrará adeptos que la soporten. Y en nuestros días hay escuelas públicas y bibliotecas. Los iluminados de siglos anteriores no pudieron decir lo mismo.

Este es un tema que la literatura ha tratado en extenso y que debería haber despertado más sonrisas que lágrimas, pero los lectores no siempre acuden a los libros con la predisposición de la risa. Sí lo hizo Umberto Eco, una de las mejores mentes que ha dado el siglo XX, con El cementerio de Praga. No siendo su mejor obra (es difícil competir con El nombre de la rosa o El péndulo de Foucault), el escritor desgrana aquello que permitió, en el siglo XIX, la construcción del relato antisemita. Fue un proceso paulatino que erosionó lentamente a la sociedad hasta llenarla de odio. El protagonista de la novela es un espía piamontés que no duda en falsificar documentos y cambiar la historia con tal de sobrevivir en un mundo difícil. La culpa, como siempre, caía del lado de los judíos.

Pero mucho antes del período que trata Eco, encontramos en nuestra literatura ejemplos de tramas que ya sugieren la dominación mundial por parte de los judíos. Una de las primeras muestras la dio Quevedo en La isla de los Monopantos, un relato político contra el Conde-Duque de Olivares que cuenta cómo los principales rabinos del mundo se reúnen en Salónica (territorio otomano en la época) para acabar con el Cristianismo. El escrito no dejaba de ser una sátira, al más puro estilo quevediano, pero se basaba en La carta de los judíos de Constantinopla, una falsificación que el arzobispo de Toledo, Juan Martínez Silíceo, escribió a mediados del siglo XVI para convencer al entonces príncipe, Felipe II, de endurecer el estatuto de limpieza de sangre.

No olviden aún a Quevedo. Sus brasas seguirían ardiendo. Aunque fue sin duda el siglo XIX la época de mayor desarrollo del mito de la conspiración mundial. Las teorías para hacerse con el control de la humanidad se repartían entre varios: masones, comunistas, religiosos, templarios, rosacruces, iluminados de Baviera y, por su puesto, los hijos de Abraham. La literatura de folletín facilitaba por primera vez que muchas historias fueran accesibles a un gran público. Y en Dumas padre, el gran escritor de novelas históricas y de aventuras, encontrarían una fuente inagotable de tramas. Parte El cementerio de Praga de varias imágenes narradas en El collar de la Reina, una novela de Dumas que tuvo gran éxito en la época. Otro de los autores preferidos por el público fue Eugène Sue, con novelas como El judío errante o Los misterios de París.

Pero en 1864 aparece Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, un libelo contra Napoleón III que le costó a su autor, Maurice Joly, la condena a cárcel y su posterior suicidio. El libro describía formas de manipular a la población y cómo ciertas élites cercanas al emperador utilizaban la economía para perpetuarse en el poder. La obra fue prohibida en Francia y hoy no tendríamos más noticias de ella si no fuese por Hermann Goedsche, un mediocre escritor alemán que plagió buena parte de su argumentario en la novela titulada Biarritz, en 1868. ¿Qué había de novedoso en ella? Un capítulo, titulado El cementerio de Praga. en donde los doce representantes de las Tribus de Israel se reunían cada cien años entre las lápidas del camposanto para conspirar contra el orden mundial. Tal vez Goedsche había leído a Quevedo (era un apasionado de los temas hispanos), pero lo cierto fue el plagio, palabra por palabra, del texto de Joly, cambiando a los políticos bonapartistas por judíos de tirabuzones blancos y nariz ganchuda.

Y aunque aún estamos en el terreno literario, ya no había vuelta atrás. El caso Dreyfus había despertado una oleada de antisemitismo en Francia a finales del siglo XIX y principios del XX, y en Rusia se publicó en 1903 la obra maestra de la conspiración judía mundial.

Nos referimos a Los Protocolos de los sabios de Sión, un documento supuestamente escrito por judíos donde confirman las intenciones de dominar el planeta. Su intención no era literaria. Ni mucho menos. Por supuesto, la obra había sido preparada por la policía zarista, que había plagiado sin pudor la obra de Goedsche, de Joly, de Dumas y si se tirara del hilo llegaría al pobre Quevedo. El texto, sin embargo, es tan burdo que demuestra una ignorancia tremenda de la cultura y los ritos judíos, aparte de incluir citas de la Biblia en latín (recordemos que estaba escrito, supuestamente, por un rabino).

Eco consigue llenar de humor una historia tétrica. Los Protocolos fue la gasolina de una mecha a punto de arder. Lo haría tras la I Guerra Mundial en Alemania, cuando se dieron pábulo a teorías como la del 'Puñal en la espalda', que culpaba a los judíos de la derrota. Conocerán ya de sobra el final de la historia, la conferencia de Wannsee y cada uno de los hechos que erigieron la vergüenza del Holocausto. Hitler los leyó y en ellos confirmó su odio contra los judíos, pero no partió de cero. Entre Quevedo y Los Protocolos hay una delgada línea que en manos erróneas resultó nefasta.