Ya tenemos nuevo drama nacional. Araceli se vacunó y le dio gracias a Dios por hacerlo. Una señora de casi cien años que ha vivido más Españas de las que caben en la mente enferma de Pablo Iglesias (que créanme, son muchas), tuvo la osadía de utilizar una expresión del acervo popular en agradecimiento por seguir con vida.

Ignoro si esta buena señora de Guadalajara es una ferviente devota de Cristo. Quizás no sea más que cristiana por accidente, como lo somos muchos españoles. O tal vez vaya a misa una vez al día y rece el Ángelus a las 6 de la mañana cuando aún no están puestas las calles. Es igual. Si una señora de cien años, o un niño de siete, quieren darle gracias a su Dios por algo tan trascendental como ser inmunes a una pandemia global, o algo tan banal como emparejar calcetines en tiempo récord, están en su perfecto derecho de hacerlo sin ser juzgados por ningún creyente del zodiaco con ínfulas salvador mundano.

Ser creyente en España se ha transformado en una actividad de riesgo para todo aquel que quiera practicar su religión en paz.

En este país uno puede rasgarse las vestiduras hasta la extenuación por su partido político o por su equipo de fútbol, tener llaveros del Barça y fotos con Pedro Sánchez de fondo de pantalla pero ay, cuidado, como a algún inconsciente se le ocurra mentar que sus valores se fundamentan en la lealtad a las escrituras de la Biblia o que su compromiso con ser buena persona y ayudar al prójimo no es más que una imitación de lo que habría hecho Cristo de estar en su lugar.

Ser católico en España es hoy en día un acto de rebeldía. Si en los 80 la movida madrileña era escuchar a Alaska, llevar chupas de cuero o fumar como un carretero; y ser subversivo era llevar minifaldas cortas y el pelo de mil formas a cada cual más avergonzante que la anterior, en la Europa de hoy afirmarse como abiertamente católico y practicante merece los mismos reproches por la turba mediática que entonces sufrían los modernos de la época. Con la diferencia de que entonces eran las generaciones anteriores las que se resistían al progreso y ahora son las nuevas las que repudian la tradición.

Que haya cientos de ofendiditos en redes sociales porque una señora literalmente centenaria haya transmitido sus creencias con absoluta naturalidad es un drama no para esos amargados en vida, que por supuesto también, sino sobre todo para una sociedad que, lejos de repudiar la devoción religiosa por un mesías, simplemente se ha limitado a sustituir al profeta Jesús por el profeta Pedro Sánchez o Pablo Iglesias.

Porque no nos engañemos: los alegatos de los que critican a Araceli no son una oda al progreso científico y tecnológico. En absoluto. Son una queja abierta, manifiesta y escondida bajo el eufemismo del respeto a la ciencia de cómo es posible que haya alguien que teniendo que agradecerle la vida al verdadero Señor, que habita en Moncloa, haya españoles que aún sean unos herejes que prefieren encomendarse a los dictados de Dios antes que a los de Iván Redondo.

En fin, un nuevo día en la lucha contra la Inquisición pedrette. Menos mal que Araceli no está sola.