No deja de resultar irónico que un año que comenzó con medio Consejo de Ministros afirmando que no había riesgo de contagio por ese nuevo virus que era ´una simple gripe' acabe con la imagen en directo de Araceli, la primera mujer vacunada en España. La señora se persignó al poco de recibir la dosis y suspiró de alivio mientras decía ´gracias a Dios'. Tal vez esas palabras sean el mejor resumen de un annus horribilis, pero también un pensamiento en el que cabe toda España. Han sido tantos los muertos, tantas las mentiras, combinadas con ceguera militante y con chapuzas autonómicas que el país parece haberse encomendado a una divinidad para salir adelante.

Para volver a enero, cuando éramos felices, no basta con echar la vista atrás. Falta un acto de fe. No es el mismo país este en el que nos despertamos hoy que el de aquellos días de nervios por formar gobierno. Entonces se fabricaba una ley de igualdad en la que el piropo de un obrero se elevaba a delito. La idea surgió del partido que había denunciado por acoso sexual a su abogado para quitárselo de en medio. Eran cosas que nos preocupaban y que ahora normalizamos. Tal y como está el panorama, entendemos que la amargura de Araceli, esperando su vacuna, es mucho más importante que esas nimiedades jurídicas. Eso también es un triunfo del Gobierno.

Luego llegó febrero. Cómo olvidarlo. Italia había suspendido su Carnaval de Venecia por ´la simple gripe' y el Mobile World de Barcelona se canceló, a pesar de que las autoridades resaltaban que no había ningún tipo de peligro. Fue en ese momento cuando empezó a elucubrarse un discurso basado en la mentira. Como un gólem, la mentira creció hasta que anduvo por sí sola por la Castellana un 8 de Marzo. Y caminó gritando que no había riesgo de contagio, que el machismo mataba más que el coronavirus, como si una lacra ocultase la otra. La mentira cristalina de que el alarmismo en realidad escondía un abyección contra las mujeres, por querer arruinar el día más feminista del año. Horas después, el golem se derrumbó contra la multitud. Los contagios empezaron a multiplicarse (entre ellos, muchas ministras asistentes a la manifestación) y el Gobierno preparó el terreno para el estado de alarma.

A partir de ahí, los hogares se hicieron pequeños. Descubrimos nuevas partes de nuestra casa, muebles que nos sobraban y entendimos que aquella simple gripe se había colado en nuestras vidas de una forma macabra, llevándose día a día lo que quedaba de una generación que había construido la democracia en los setenta (esos años donde se hicieron tantas cosas mal, según los últimos historiadores morados). Y pasamos las horas asomados a la ventana, escuchando las homilías de nuestro presidente que nos levantaban el ánimo y conociendo cada vez un poco más a Fernando Simón, ese hombre nuevo que nos había prometido que en España habría como máximo un par de casos. Un error lo tiene cualquiera. Sobre todo si es de cálculo.

¿Se acuerdan ustedes de las mascarillas, aquellas semanas en las que nos convencían en nombre de la ´Cienci' de que no servían para nada? ¿Recuerdan los test falsos comprados? ¿Son capaces de buscar en su memoria aquel sanedrín anónimo que tomaba las decisiones y que el Gobierno denominaba ´comité de expertos'? Quién hubiese pensado que nade de eso fue real, que hemos sobrevivido a una simulación generalizada, a una improvisación constante en donde las administraciones se escondían bajo las mesas de sus despachos mientras el olor del miedo inundaba todo el edificio.

Y llegó junio. Acabó el confinamiento y despertamos del letargo con un plan maestro para abrir los bares y para atraer a los turistas que se habían escapado, como si fuesen moscas en busca de su manjar particular. En esas fechas vivimos uno de los momentos culminantes del año. ¿No lo recuerdan? Pedro Sánchez anunció que habíamos vencido al virus. Fue en uno de sus discursos más heroicos. El optimismo ha sido siempre el peor castigo de los ignorantes, sobre todo si se mezcla con cinismo. Me pregunto cuántas Aracelis escucharon emocionadas en la televisión a su presidente hablar, con un tono seguro y arrogante, y creyeron firmemente en sus palabras. Cuántas de esas Aracelis, pasados unos meses, ya no están entre nosotros, porque aquella victoria en realidad era una tabla de salvación para el presidente (pero no hay madera para todos), una fotografía a la que se le aplican unos retoques, una patada hacia adelante, pero con la premisa de que los muertos no saben correr.

Hemos vivido medio año con el mayor recorte de libertades de nuestra democracia. Lo hemos creído oportuno para salvarnos de esta enfermedad. La mascarilla se ha convertido en el mejor instrumento político que jamás haya existido. Con ella puesta hemos aceptado que se aprobase una ley educativa sin debate, sin consenso, por la puerta de atrás, que es por donde salen los que tienen algo que ocultar. Ha sido el año también en el que el Gobierno por fin ha demostrado tener más cosas en común con Otegi y Rufián que con las derechas, ese monstruo mitológico de tres cabezas que asusta a los niños cuando se van a dormir.

Sí, en verdad ha sido un año plagado de hechos que en circunstancias normales harían tambalearse a un Gobierno, por moral y decencia. Acabó el curso en el Congreso con una sonora ovación, aplausos y gritos porque se había aprobado la ley de eutanasia. Yo si fuese diputado iría con la cabeza pegada al suelo y no tendría ni fuerzas para aplaudir. Pero todo es cuestión de dignidad. Y de vergüenza. El año acaba con la vacuna puesta a Araceli, una señora que ha sobrevivido a 2020 y en la que están puestas todas las esperanzas de un país. En latín, el nombre significa altar del cielo. Tal vez sea el único lugar donde el Gobierno no pueda poner pegatinas.

@PepeSutullena