Aquellos tres extraños personajes se marcharon por donde habían venido. Esto es, por no se sabe bien qué lugar. Uno era de color, de color negro, más negro que las falsas esperanzas de recuperación de cualquier normalidad, de aquella que ha sido así hasta que ha dejado de serlo. Los miramos sin salir de nuestro asombro, porque nadie los había llamado, pero claro, una vez que se habían postrado en un gesto que aventuraba que aquellos objetos eran para el pequeño€ pues nos quedamos con las ganas.

Menos mal que el bebé no se enteraba de nada. Las bestias, sin embargo, tras el susto inicial tras ver aquellos animales tan altos, con una protuberancia en medio del lomo, se asomaron por detrás de una de las columnas del pesebre para comprobar que la desaparición era real. Aquella comitiva volvía con la mirada puesta en lo alto, siguiendo la estela de una luz en el cielo que antes iluminó esos parajes. Quién iba a decir entonces que más dos mil años después la ciudad de Vicus Spacorum, en la Iberia romana, competiría por colocar más luces que otras de otros continentes en recuerdo de esa estrella.

Los pastores, que andaban un tanto hartos de vino y leche miel, aparecieron de nuevo tras despertar del brumoso sueño en el que habían caído, y nos aconsejaron que lo mejor que podíamos hacer era volver de nuevo a ponernos en camino. Que allí ya no hacíamos nada, porque no sé por qué razones se había roto el hilo de la historia. Y que eso de un ángel que se les había aparecido para anunciarles dónde los encontrarían, en la ciudad de David, podía haber sido producto de una alucinación por lo que cenaron esa noche.

No quedó más remedio que volver a plegar sobre la mula lo poco que llevábamos en el hato. Retrocedimos a Belén y nos recibieron de nuevo los gritos, desaires y negativas de sus moradores porque no había interés alguno en alojarnos en las pocas estancias que quedaban libres.

«¿Otra vez por aquí? ¿Es que no os lo dijimos clarito€ o es que queréis que llamemos a la patrulla de servicio?», nos espetaron a la primera de cambio.

No me pregunten por qué, pero a María volvió a crecerle el vientre y supuse que en su interior había regresado a quien antes había dado a luz. Todo tornaba a un momento ya vivido, en una dimensión que nos resultaba muy familiar. A la orilla de un camino, antes de adentrarnos en el desierto, alguien comentó que había que inscribirse en no sé muy bien qué censo. Todo porque aquellos que habían venido de un lugar lejano se empeñaban en querer saber quiénes, cuántos y de dónde procedíamos los que vivíamos en esas tierras. Solo faltaba que nos preguntaran a quién íbamos a votar para el parlamento de Jerusalén. Yo lo tenía claro.

Siempre me han dicho que soy un poco ingenuo. Más vale así. Sin saber muy bien cómo ni por qué estaba otra vez en mi carpintería, trabajando mucho, que eso es lo mío. Ella, mi mujer, en la otra estancia de nuestra humilde casa, guardando reposo, porque eso del embarazo debe llevar lo suyo. Mira que me costó en su momento aceptar aquella noticia. Porque lo poco que conocía sobre cómo se engendraba a un niño, o a una niña, no tenía apenas que ver con lo que habíamos hecho nosotros. Lo que no sabía entonces es que estaba predestinado a cargar con un misterio tan grande como aquel y a no parecer más que un progenitor de gestación subrogada.

No me pregunten por qué, pero a mi todo me resultaba muy extraño. ¿Y si aquello no había sido más que un sueño? En realidad, ni lo sé ni me importa. Nada es como antes. Y lo que es más gracioso: que no sé ni quién soy y ni por qué les estoy contando esta historia en este periódico. A lo mejor el año próximo se lo podré aclarar.