Quizá ustedes piensan que ya no peregrino cada mañana, con paso firme y decidido, al pequeño santuario del quiosco porque lo han cerrado, o porque ando a todas horas distraído con el aparato digital, atendiendo a los cantos de sirena de tantísimo amigo desconocido, encantado ante los inacabables mensajes, fotos y memes o absorbido por las falsas y tremebundas noticias de los digitales de guardia que llaman a la puerta virtual del artefacto.

En uno u otro caso, recuérdenme las virtudes de aquel mazo de hojas que llamábamos periódico o diario, e incluso ´el papel' o ´los papeles', por antonomasia, con imágenes que me digan a las claras el valor y la utilidad que aquellos papeles tuvieron.

Para empezar, tráiganme a la memoria la escena casi prehistórica de aquellas ´juntas' de familiares, amigos y vecinos que, haciendo media luna ante el fuego de la chimenea o círculo alrededor de la mesa de camilla, sentados en sillas finas o de enea, bancos y taburetes, escuchaban de boca del más leído la lectura de las noticias, atrasadas al menos ocho días, en el periódico comprado el jueves pasado: los pormenores del desastre de Annual o del desembarco de Alhucemas, las gestas y tragedias de la Guerra Civil, el caso de los crímenes horrendos del Arropiero o de las mujeres del hacha; y también los ecos de sociedad con sus peticiones de mano y tomas de dichos, nacimientos, bautizos y comuniones.

Y no olviden recordarme que, mil veces leídas aquellas hojas, luego se guardaban y se recurría a ellas para forrar la leja, guardar pepitas de calabaza y otras semillas, además de clavos y demás ferretería, calzar mesas y sillas, limpiar sartenes, embalar cacharros y vajillas, embolsar racimos de uva, poner la comida al gato y otros menesteres que aquí se excusa decir.

Acérquenme la historia del niño José Martínez Ruiz, un tanto bobalicón y ensimismado, empeñado en llamarse Azorín, que entretenía el aburrimiento de las clases en el viejo colegio de Yecla sacando a hurtadillas su cuaderno de recortes de periódico, que le permitían viajar desde Barnum a los confines de Persia, pasando por Cleveland (Ohio), arrobado en la contemplación de gigantescos elefantes, velocípedos de dos ruedas o ferrocarriles eléctricos. Y nada tiene de extraño que el material restante lo empleara en forrar libros y cuadernos, construir barcos o pajaritas y frágiles aeroplanos lanzados al vuelo en plena clase, mientras devoraba el bocadillo envuelto en una hoja del mismo material.

Y no se olviden de decirme que, una vez crecido, el tal Azorín emborronaba las hojas de los diarios con la letra de miles de escritos que hablaban de las gentes y los pueblos de España. Aunque si se hubiera llamado Pablo Picasso o Juan Gris habría compuesto más de un bodegón con botella y periódico; y si pintor abstracto de los años cincuenta, uno o varios ´collages' de periódico y arpillera.

Si lo prefieren, pónganme como ejemplo a aquel don Augusto, vecino de Las Afueras de Luis Goytisolo, que leía el periódico de pe a pa, de la política a los deportes, de las noticias nacionales a la Bolsa, cuya información subrayaba con un oportuno comentario y, finalmente, «doblaba las grandes hojas y quedaba como pensativo, absorto en sus reflexiones».

O llévenme, al menos por un día, a La Isla de las Buenas Noticias, de la que habla Fernando del Passo, en cuyos periódicos no se hablaba de asesinatos, naufragios, bombas y otras tragedias, sino de los millones de personas «a quienes no les sucedió nada trágico, fatal o irremediable y sí muchas cosas buenas y agradables o simplemente fantásticas».