Anoche tuve un sueño, tal vez una pesadilla. Tenía previsto escribir hoy un artículo lleno de esa esperanza, que siempre viene tan bien, y más en estos días. Mi propósito era hablar sobre el resurgir de la Cultura, como un Ave Fénix, de sus propias cenizas, algo así como un Sol Invicto, una luminosa conjunción de dos planetas, que nos hace soñar con un año mejor a la vuelta de esa esquina que ya divisamos y que estamos deseando cruzar para nunca volver. He visto, con agrado, estas semanas el buen hacer de los equipos municipales de cultura de los ayuntamientos de Cartagena, Murcia, Mazarrón o Águilas y, sobre todo, el esfuerzo titánico por salir a flote de los artistas y creadores del mundo del teatro, la música o las artes plásticas. Sobre todo eso pretendía yo escribir hoy, creo que el tema lo merece y sería una estupenda manera de cerrar este aciago año 2020 y de apuntar un horizonte mejor desde la cultura.

El caso es que tras mi semanal cita con el cine clásico en La 2, me fui a la cama, leí un par de poemas de Conspiraciones desde la entropía de Vicente Velasco Montoya, el librero de La Monta Mágica y, después, un breve cuento titulado Eclipse del delicioso libro Inviernos Invisibles de Mireya Encinas. Hasta ahí bien, pero luego se me ocurrió poner a cargar el teléfono móvil y, a la vez, echar un vistazo a las redes sociales antes de dormir. Mira por donde vi un navideño vídeo en el que tocan la guitarra, con otros músicos, el maestro Carlos Piñana y, para mi sorpresa y desasosiego, don Teodoro García Egea.

Mi sorpresa es comprensible, dada mi ignorancia, ya que descubrí otro don y cualidad más entre las que adornan al político murciano. Pero permitidme el desasosiego que a esas horas, y ya con sueño, me produjo ver en su rostro la actitud de distanciamiento social tan necesaria en estos días. Creo que me dormí con la imagen de su cara fría, como si con él no fuera la cosa o si realmente no estuviese tocando o fuera play-back, muy al contrario de mi admirado Carlos Piñana, que sí que estaba en su salsa, tocando con más entusiasmo, incluso, del acostumbrado. Pues con ello me dormí y mira por dónde, la escena me ha salido en sueños:

Resulta que me disponía yo a escribir mi artículo semanal cuando, de pronto, oigo ruidos en el salón. Bajé las escaleras con sigilo y allí estaban, afanados junto al árbol navideño, una suerte de Papá Noel y un duendecillo cantando villancicos a la guitarra, que no era otro, lo habréis adivinado, que nuestro Teodoro de Cieza. Lo sé, puestos a soñar con alguien a la guitarra, hubiera preferido a Piñana, pero sabéis bien que es imposible controlar los sueños.

No vayáis a pensar que lo que me pareció más increíble era ver de tal guisa a un político, mano derecha del líder del PP nacional; lo inaudito era ver a Santa Claus vestido de negro, en lugar de su conocida vestimenta roja y, además, observar lo desmejorado que estaba. No solamente había perdido su gordura, sino que estaba escuálido, con la cara chupada y demacrada. Llevaba una barba gris, desarreglada, y debajo de una vieja gorra de lana, se le adivinaba, por encima de las orejas, que la calvicie se había apoderado totalmente de su cabeza o que se la había rapado. Lo primero que pensé es que tal vez había sufrido un efecto inverso a nuestro engorde por el confinamiento.

Al instante constaté que realmente no me estaban dejando ningún regalo, sino que abrían los que ya había, quitándoles el papel que los envolvía, seguramente con la aviesa intención de curiosear o, peor aún, de llevarse lo que les viniese bien. Así que, pillados in fraganti, les espeté un enérgico «¡qué pasa aquí!,» que me devolvieron con un desganado «¿qué pasa, amigo?». Tiene guasa la cosa que, encima que entran en mi casa, no sé por dónde porque no tenemos chimenea, se quedaran los dos tan panchos como si nada. Yo soy de natural civilizado y enemigo de los amigos del rifle, así que me dispuse al diálogo para ver qué leches hacían esos tipos en mi salón.

Resulta que, según las directrices gubernamentales, Papá Noel no podía atender este año a todas las casas. Cumplir las restricciones y medidas de seguridad ralentizaba mucho la tarea y el Gobierno regional había decidido privatizar el asunto (veremos si privatizan los Reyes también). No me enteré si el contrato se sacó a concurso, pero el caso es que la empresa adjudicataria se llamaba ´Papá Noes' y yo, mi gozo en un pozo, había tenido el privilegio de ser uno de los agraciados con el nuevo servicio. No esperaba menos de López Miras, al que hacía más preocupado en otros temas de más calado, pero que se interesase por la ilusión de los ciudadanos en Nochebuena era todo un detalle de hombre bonachón.

«¿Pero la Comunidad Autónoma os manda a traerme algún presente o a robarnos los regalos del árbol?», les espeté a Pelé y Melé. «No, caballero», me dijo el tal Papá Noes mientras el de la guitarra le soplaba por lo bajini, «discúlpeme nuestra aparente curiosidad, pero sepa usted que de ninguna manera pretendíamos sustraer los regalos que nos hemos encontrado, sino traerles este sobre como obsequio». Antes de abrirlo, me confesaron que como su trabajo era una subcontrata de la subcontrata de la contrata, pues no les daba para mucho y tenían que pluriemplearse. El caso es que los susodichos, Papá Noes y su mariachi vendían información a otra empresa sobre los gustos e intereses de los ciudadanos y por eso hacían esta ´encuesta' sobre qué regalos tenían las familias bajo el árbol.

Puestas las cosas así, desperté a mi familia para abrir el sobre que nos había llegado, en la creencia de que al final se nos arreglaba este annus horribilis. No era un cheque, ni un décimo premiado de la lotería, ni un vale por un estupendo viaje. Se trataba de una muy peculiar ´Experiencia Inolvidable'. La tarjeta decía así: «Tras mucho padecer este 2020, puede rematarlo con la Experiencia Exclusiva de pertener al selecto Club de Los Artistas Muertos».

No sé si es una premonición, pero así ha sido mi sueño. Cuando tú leas ésto, yo no habré podido dormir.