Pues nada, cuando esto escribo acabo de llegar a casa de mi salida semanal por mi habitual programa de radio. Un programa radiofónico que llevo haciendo y desliando desde que Paco Umbral se murió, así que saquen cuentas ustedes mismos, porque el director de la emisora me susurró a la oreja que por qué no hacíamos nosotros lo mismo, pero sin el Abc ni RNE de por medio, solo nosotros. Y las costumbres acaban transformándose en leyes. Este año del turrón 2020, el más caro del mundo (en vidas por Covid), como reza su publicidad, es el Moët Chandón de los turrones, y la casual lotería del calendario navideño hace que coincida con el ya añoso y lustroso (no de lustre, si no de lustros) RadioMaratón, de Cáritas, en mi pueblo, y al que me siento unido por la historia de sus orígenes, ya que no por otras cosas.

Así que he llegado a mi hora, y he encontrado el dispositivo perfectamente engrasado y dispuesto. Los de la radio, con todo el tinglado en ristre; los jóvenes voluntarios, pululando por la trastienda de las carpas, en el viejo Ayuntamiento; una enorme jaula donde ir depositando las ofrendas en especies allí, ante el respetable, pero aún sin respetables; y una despejada plaza por delante y por ocupar. El arranque oficial, por parte parroquial y de la corte municipal, en sus marcas, atentos a tirar el cohete de salida, y las cadenas de televisión, comarcal y regional, atentas y dispuestas a recoger y transmitir el momento de bendición y arranque en el momento de sus informativos. Que comiencen los juegos?

En medio de la mesa de las hechuras, como presidiendo las horas que aún han de transcurrir desde ese comienzo, una enorme hucha con una sedienta ranura dispuesta ante las mismísimas narices (como debe ser) a fin de recoger los óbolos en metálico de visitantes, cofrades y colaboradores invitados. «Prepárate, después de los concejales (y concejalas, claro) vamos nosotros», me susurra la conductora del programa: «Ya sabes que hoy, por su especial circunstancia, no habrá tiempo para los comentarios posteriores», me advierte por si se me había olvidado. Una lástima, pienso, pues los comentarios son la sal de la salsa, mejor incluso que mi artículo, ya que normalmente sacan a relucir lo que mi columna no ha sido capaz de poner sobre el tapete. En fin, hacer las cosas en el exterior y en directo es lo que tiene, y algo hay que sacrificar en beneficio de lo más importante. En este caso, Cáritas, y su intento por arañar algo para los que más necesitan. Y este año, a los pobres se les suman nuevos pobres.

Y, encima, con las restricciones que nos impone una puñetera pandemia, ahora convertida en mazapandemia. Y es lo que intenta justificar una bienintencionada persona ante los medios venidos de fuera por la plaza vacía ante nosotros. «Este espacio, otros años anteriores, el pasado sin ir más lejos, estaba llena de gente, pero, claro, hoy, por lo que está pasando». Bendita sea. Porque yo, maldito soy, no pude/no quise evitar lanzar el comentario: «Ya, pero las dos terrazas de los bares, a derecha e izquierda de la plaza, sí que están atestadas de personal». Y no me quito méritos: soy un borde integral.

Los políticos se alargan antes de largarse en sus parlamentos (es lo normal en ellos) y mi intervención se retrasa media horica o así (no es mucho para ser políticos) y me apresto a recibir las oportunas preindicaciones. En el ínterin, cambio las siempre cordiales y escuetas salutaciones con párroco y autoridades varias, ya saben, «¿qué tal? ¡cuánto tiempo! será porque tú quieres» y todo eso, y paso a cubrir mi turno. Ocupando mi posición, plis, plas, estamos en el aire.

Suelto mi parida (lo publicado por este periódico el día anterior) como testimonio, eso sí, lo más sincero y leal de lo que soy capaz, y le imprimo el mayor sentimiento que puedo transmitir a lo que estoy diciendo. Lo que menos se puede hacer es sentir lo que uno dice, y yo me esfuerzo en ello. Echo un vistazo al frente, y plaza y jaula siguen vacías; del cortejo municipal no queda ni rastro. Hay, observo, una buena mujer atenta, no sé si escuchando, pero sí observando. Resulta ser la presidenta de la asociación de bolilleras, creo, que está esperando que yo acabe para ocupar mi lugar e incorporar su aportación. Es su turno.

Termino y me despido. Felices Pascuas a todos, pelad-Illa(s) que nos van a dar, y que la fuerza os acompañe. Ignoro cómo, una vez pasada la jornada, terminó aquello, pero mi más fuerte y sincero deseo es que haya sido fructífero y que, como cuando los panes y los peces, lo poco haya bastado y sobrado. Antes de marcharme, me paro ante la ranura-boca de la enorme hucha, que me mira indiscreta, desafiante y hambrienta: «Estréname, joer», parece decirme, así que le hago tragar mi para ella reservado billete. «Pa' que te calles», creo contestarle. Y recuerdo las últimas palabras de mi recién acabada intervención: «Si supiéramos dar, no habría que pedir», y me doy pena de mí mismo por ser como los demás.