La experiencia como monaguillo que me ha contado en la mercería esta mañana un cliente colombiano es digna de aparecer en una novela de Gabriel García Márquez. «Nací en un pueblo muy devoto, en el que un día apareció la Virgen. En la iglesia se celebraban seis misas diarias. La más concurrida era la de las cinco de la mañana. De niño, tuve la suerte de ser uno de los tres monaguillos, porque el puesto daba mucho prestigio y, también, bastante dinero (le sisábamos mucho al párroco). Para recoger los donativos, había tres cepillos diferentes y cada fiel le echaba sus monedas al que consideraba oportuno: una hucha lucía la imagen de San Antonio (le echaban monedas los solteros para encontrar novio o novia); otra, la de Virgen (servía para todo); la tercera, llevaba la estampa de San Judas Tadeo, patrón de lo imposible, que era la que más recaudaba con diferencia (negocios ruinosos, maltrato familiar, hijos con problemas, alcoholismo€). Cada mañana, los monaguillos nos jugábamos a los chinos quién se quedaba con la hucha de San Judas Tadeo, ya que, en un descuido del cura, el afortunado se quedaba con el 50% de lo recaudado. En los sábados tarde, cuando don Rafael marchaba para atender a otras parroquias de las afueras, nosotros nos quedábamos ordenando la Iglesia y jugándonos al póker el dinero de las huchas, mientras nos bebíamos el vino de misa. Yo era muy habilidoso jugando a los chinos y a las cartas y solía quedarme con la recaudación de los tres santos. También nos llevábamos a casa bolsas de obleas recortadas. Cada tarde merendábamos hostias con chocolate€ ¡Qué ricas! Aquel cura era tan buena persona que nunca sospechó de los tres golfos que tenía por ayudantes. Yo, a mis sesenta y dos años, sigo acudiendo a misa cada domingo: sé que Dios es bondadoso y, seguro, me ha perdonado aquellos desvaríos de la juventud».