Si usted está leyendo esta columna es debido a que el columnista sigue siendo pobre. Loterías aparte, yo no sé esa manía de no enviar un jamón. Que apreciamos al columnista, se le envía un jamón. Que no dice nada interesante, jamón al cante para que se calle. Que discrepamos con él, pues un jamón a ver si se ablanda y ve otros ojos (y más tocino) nuestros argumentos.

Enviar un jamón está minusvalorado pero tal hábito lo ve uno como de bondad y bonhomía. De buen lector. Pero ahora el lector, por no enviar, no envía ni cartas al director. Si acaso, hace un comentario en la web. Mandar un jamón propicia la admiración o la reconciliación, el agradecimiento e incluso el acercamiento a ideas filantrópicas. También da una gran alegría a la familia del que lo recibe. Sea familia de columnista o de mediopensionista. Incluso de filatélico. Pruébelo y ya verá.

La sociedad jamonea poco en estos tiempos de Amazon. Se envían libros y flores y hasta botellas de vino, pero una botella de vino sin un jamón que la acompañe en la despensa o cocina está como tristona y huidiza, temerosa de ser abierta sin buena compañía.

Aquí junto al ordenador tengo una botella de aceite de oliva, que no es para engrasar las ideas y sí obsequio de una gran empresa, que no es muy jamona pero al menos nos invita a pringarnos con grasa saludable.

Un jamón no es un soborno, es un estímulo, una ilusión, unas lonchas que uno corta para comer con la parienta hablando maravillas de la empresa que lo ha enviado.

El columnista que se alimenta de bellotas produce argumentos ibéricos. Antaño se hablaba de la elegancia social del regalo. Hoy se habla (al secretario) diciéndole, Manolo, envíale una felicitación a Perengano. Y Perengano recibe un correo electrónico deseándole feliz Navidad. Incluso próspero año nuevo. Pero de jamón, nada.

Ni siquiera un paquetito de finas lonchas, cien gramos, que te abres y lo acompañas con unos piquitos y te dan ganas de abrazar a todo el mundo.

Y de escribir columnas