La muerte es el único argumento de la obra, escribió Gil de Biedma para que no adquiramos demasiadas esperanzas en los años buenos. Lo hizo en los últimos versos de un poema que hoy ya se ha convertido en el testamento de su vida y en el de los lectores que a él se acercan. En la mente de todo hombre se encierra la vana ilusión de querer distraer el final inevitable. Contempla la muerte con lejanía, como un punto incómodo en medio del mapa, un haz de luz que cada vez se hace más grande hasta que ocupa todo el campo de visión. Si la muerte siempre descansa en lo más profundo de las preocupaciones de los hombres, es justo catalogarla como un proceso tan humano como la reproducción, la nutrición, las relaciones sociales o el propio nacimiento. Todo está determinado por el final de la existencia. Escoger, por tanto, su forma no debería ser más descabellado que la obligación de existir, sobre todo si va acompañado de dolor y pena.

El Gobierno ha sacado adelante la ley que legaliza la eutanasia con 198 votos a favor. A partir de ahora en España será posible poner fin a la vida en el caso de que esta se haya vuelto insoportable a causa de la enfermedad. Cuando el dolor se extienda y sea imparable, el ciudadano en plenitud de sus facultades mentales podrá decidir poner fin a su vida bajo unos casos concretos y el reconocimiento expreso del enfermo, que será preguntado en dos ocasiones. La muerte asistida facilitará el final a aquellas personas que lo decidan y ahorrará un sufrimiento innecesario a quienes no quieran seguir participando de unos últimos momentos (meses, años) plagados de sufrimiento hasta reducir al hombre a su forma más indigna.

Y convendría agradecer al Gobierno de Pedro Sánchez este acierto y no le temblará la mano a este articulista reconocerlo. La despenalización de la eutanasia supone un salto de calidad en los derechos sociales de este país, a la altura del divorcio, y nos sitúa en la cabeza junto a aquellas naciones que ya lo permiten: Canadá, Colombia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo. La lucha contra la muerte no debe estar sujeta a la banalización de la vida, al menos para quienes así lo decidan. Convendría recordar que esta ley incumbe solamente a aquellos que la solicitan y afecta únicamente al que desee optar a ella, sin consecuencias para el resto de la comunidad.

Dicen los críticos de la ley (cuyas razones son aceptables en el terreno de la religiosidad, pero no más allá) que se populariza una forma de suicidio y se revierten los valores humanos de la caridad. Pero más bien sucede al contrario. La eutanasia aporta caridad a aquellos pacientes terminales que la soliciten. Una sociedad avanzada no debe asegurarse solamente de que sus ciudadanos dispongan de una vida digna, sino también de que en el momento de la muerte tengan la certeza de que no habrá más dolor del necesario. Es el mayor acto de libertad que pueda suceder en nuestra sociedad. El hombre debe ser capaz de decidir poner fin a su existencia si esta se ha convertido en un calvario. No es más humano vivir los últimos momentos de la existencia pegados electrónicamente a una máquina, bajo los efectos de la sedación. No es más caritativo extender más allá de los límites naturales una vida que ha dejado de tener sentido, y no para los familiares, sino para el propio paciente. La eutanasia, tal vez como pocos derechos, se ejerce en disposición y responsabilidad de uno mismo y no supone perjuicio para los demás.

Por eso no entiendo que el PP haya votado en contra. Lo comprendería si no llevase estos últimos años definiéndose como partido liberal. ¿Qué es el liberalismo cuando se necesita? ¿Acaso no es un acto de libertad individual adelantar el final, alejando el máximo posible el dolor y en paz con la conciencia? La eutanasia es una decisión tan personal que no entiendo cómo hay gente que se atreva a cuestionarla. Y aquí radica su vital importancia. Muchos (a uno y otro lado) la comparan con el aborto, pero no pueden ser más distintos. Mientras que la eutanasia es un ejercicio individual donde el afectado decide qué hacer con su propia vida sin interferir en la de los demás, en el aborto sí que están en juego la vida de otros (y sin posibilidad de decisión o de opinión). Con esto no me posiciono sobre el aborto, que merecería otro debate mucho más pausado, sino que advierto sobre la malicia de la comparación y la injusticia de igualar los dos actos.

Pero hay un contraargumento que me resulta especialmente erróneo: es el de la naturalidad de la muerte. Asumen que la muerte debe llegar por si sola y la intervención del ser humano en el proceso supondría una ruptura del orden natural de las cosas. Pero a la naturaleza se le planta cara desde el momento en el que uno ingiere una aspirina. Los avances tecnológicos (que sirven para contravenir la inclinación natural de morir por un resfriado o un corte con una superficie oxidada) han servido a la humanidad para conformarse y retrasar el momento de la muerte. Sucede, sin embargo, que dichos avances tienen que ir asociados a progresos en un plano moral. Hemos prolongado de manera artificial la vida humana y debemos tener la capacidad de decidir si, también de manera artificial, queremos acabar con ella. Porque vivir los últimos momentos (a veces demasiado largos) conectados a una máquina no es ni digno ni natural.

La acción del Gobierno debería ser especialmente activa también para aquellos pacientes que decidan no utilizar el derecho a la eutanasia. Renunciar a los cuidados paliativos sería un error de consecuencias desastrosas, conseguir precisamente lo que la ley de eutanasia quiere evitar: el dolor incensario. Es tarea del Ejecutivo y de las distintas Comunidades autónomas asegurar un sistema de cuidados paliativos más desarrollado y extendido.

Esperemos que, pasados unos años, la ley de eutanasia esté tan normalizada que nadie se acuerde de que votó en contra. Sánchez e Iglesias sacan pecho de este nuevo paso hacia el progreso y es lógico que lo hagan, puesto que lo llevaban en sus programas electorales. Pero deberían medir sus alocuciones. Celebrar la dignidad de la muerte en los tiempos que corren resulta osado. No deja de resultarme curioso que este Gobierno, que creo firmemente que ha acertado en la ley, se muestra preocupado y defensor de la muerte digna a la vez que oculta y hace desaparecer de las estadísticas 20.000 muertes indignas durante la pandemia. Todo depende del momento en el que se coge el altavoz. La ley de Eutanasia nos mejora como país. Alivia el dolor de una vida que ya no es vida. Pero ahora hay otras vidas que aliviar y esas están pasando desapercibidas.

@PepeSutullena